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el-don-de-la-ubicuidad

De los muchos rasgos diversos del arte de novelar de Mario Vargas Llosa, a quien celebramos al cumplirse el décimo aniversario de su premio Nobel, hay uno que me ha admirado siempre, y es el poder de apropiarse de lo que de primera intención llamaría escenarios lejanos, o escenarios ajenos.

Esa virtud excepcional de naturalizar los ambientes extranjeros, la he hallado antes en Graham Greene; y sólo para referirme a sus novelas de ambiente latinoamericano, cito El poder y la gloria, que se ubica en Tabasco, en la época del enfrentamiento religioso que siguió a la revolución mexicana; Nuestro hombre en La Habana, situada en Cuba en los años cincuenta, en vísperas de la revolución; Los Comediantes, en Haití, bajo la dictadura de Papa Doc Duvalier; y El cónsul honorario, años setenta, en el nordeste de Argentina.

Se podría obviar el tema bajo el alegato de que, en la medida que un escritor gana en formación cosmopolita, y se desprende de la piel nacional, entra con facilidad en cualquier otro escenario, y lo asume como propio; y porque, al fin y al cabo, la novela es artificio y simulación, y todo se consigue con habilidad suficiente.

Pero no es tan sencillo. Porque lo primero que un escritor debe lograr, y he aquí la prueba de fuego, es convencer al lector local de que le está contando con propiedad el entramado de su propia historia; que es convincente cuando le describe las calles y los ambientes, barrios y plazas, metederos y cantinas, y que le está hablando con los matices de su lengua de todos los días. Y no se puede tocar de oídas, a riesgo de hacer chirriar el violín.

El escenario natural de un novelista está formado por sus percepciones sensoriales de la infancia y la juventud, que es cuando se fija la memoria sentimental, y visual, y esos años de formación vienen a ser raíz de la experiencia duradera que luego se refleja en la página escrita. Lo aprendido y lo percibido es lo contado. A los otros escenarios hay que trasladarse.

Aún Carlos Fuentes, que vivió de muy joven una vida errante en Argentina, Chile, Estados Unidos, pues su padre fue diplomático de carrera, es un escritor cuya obra gira constantemente alrededor de México y de la historia mexicana, y su percepción del poder es la del PRI, con sus trampas, mañas y ardides, porque es lo que conoce de primera mano.

Si habláramos de escenarios concéntricos en las novelas de Vargas Llosa, el primero de esos escenarios es Lima, descrita en su ópera prima La ciudad y los Perros, y luego, con creciente maestría, en Conversación en la catedral. Cuando se empieza a hablar de novela urbana en América Latina, Lima es la urbe de Vargas Llosa, con una población que aún no supera el millón y medio de habitantes, y aún no deja de ser una ciudad provinciana, virreinal y todo, como puede apreciarse por el plano plegable que acompaña la primera edición de La ciudad y los perros.

El siguiente de esos escenarios concéntricos sería el territorio del Perú, como tal, que empieza a estar presente en otra de sus obras fundamentales, La Casa Verde, un escenario muy geográfico, que se desplaza de ida y vuelta de la Amazonia a la costa norte del Pacífico, entre Santa María de Nieva e Iquitos, y Piura. La Amazonía, a la que regresará en Pantaleón y las visitadoras, y se volverá recurrente en sus novelas.

Pero hay un tercer escenario, que está situado en el círculo exterior, donde las fronteras nacionales quedan atrás, y la experiencia narrativa se extiende hacia el ámbito que podemos llamar extranjero, por extraño. En La guerra del fin del mundo, en La fiesta del Chivo, o en Tiempos recios, esos territorios son Brasil, República Dominicana, y Guatemala, países donde el novelista nunca ha vivido, y ha debido hacer una investigación de campo exhaustiva para documentar esas novelas:

La guerra de los Canudos, en el nordeste de Brasil a finales del siglo diecinueve; la dictadura sanguinaria del generalísimo Rafael Leónidas Trujillo en la República Dominicana, hasta su asesinato en 1961; y la revolución democrática de Guatemala que se inicia en 1944 con la caída del dictador Jorge Ubico, y termina con el derrocamiento del presidente Jacobo Árbenz en 1954, urdido por hermanos Dulles bajo la administración Eisenhower; así se da paso al régimen militar del coronel Carlos Castillo Armas, asesinado en 1957 por mano del infaltable Trujillo.

El siniestro ambiente que vive la República Dominicana bajo el trujillato, recreado por Vargas Llosa, puede hallarse también en una novela como Galíndez, de Manuel Vásquez Montalván, otra apropiación a distancia; o en La maravillosa vida breve de Oscar Wao, de Junot Diaz, un dominicano nacido en Estados Unidos que escribe desde la distancia la diáspora, en inglés.

Los tres periodos en referencia no son contemporáneos al novelista peruano; hay que rastrearlos en la historia, y exigen, por tanto, una aproximación más compleja, a través de libros, documentos de archivo, testimonios personales, entrevistas; la investigación que haría un historiador, o un periodista. Son materiales que pueden dar claves al tema, para entender su trasfondo, pero no resuelven la dificultad mayor, que es la de entrar en la atmósfera local; un asunto que no es solamente de escenario, sino también de lenguaje, y de la sutileza de las percepciones.

El poder de la narración, para convencer acerca de la veracidad de lo narrado, pasa a depender entonces de la facultad de penetración, que va más allá de la habilidad técnica para contar, y ordenar los materiales.

Este don de ubicuidad literaria hace que el novelista puede situarse dentro de lo ajeno, no como quien va de visita, sino como quien se queda a vivir, o ha vivido siempre allí. Porque ha podido convertir la imaginación en herramienta de apropiación, y es capaz de volver verdadero lo ficticio.

Masatepe, octubre de 2020
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