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Nicaragua es hoy un país distinto en muchos sentidos. Otro país. Quien lo vio antes del 18 de abril, cuando comenzaron las matanzas indiscriminadas de jóvenes, hoy no lo reconocería. Pero tampoco lo reconoce, menos de dos meses después, quien estuvo para esos primeros días infernales, cuando empezó la cuenta de los muertos que sigue en ascenso, hasta rebasar hoy el centenar.

Así me lo dice el periodista salvadoreño Carlos Dada, quien fue testigo de aquella primera rebelión desarmada reprimida salvajemente en las calles de Managua, y ha vuelto ahora, más de un mes después, y se aloja en el mismo hotel donde, si antes había alguno huéspedes, hoy él es el único, y la penumbra en la sala de estar ha crecido en medio de la soledad.

Para finales de abril la Cid Gallup publicó una encuesta donde el 70 por ciento de la gente rechazaba la permanencia del matrimonio presidencial en el poder. Lo primero que la firma encuestadora reconocía es que ahora sí la gente se había expresado con libertad, diciendo lo que pensaba, sin miedo ni dobleces. Primer gran cambio a anotar.

Para entonces los asesinados eran 35; ahora que ya vamos llegando a los 140, ese 70 por ciento de repudio debe haber seguido creciendo, sobre todo después del fatídico 30 de mayo, cuando la gigantesca e inolvidable marcha en homenaje a las madres de los caídos, que congregó en Managua a cerca de medio millón de nicaragüenses, terminó en una despiadada masacre bajo el fuego de francotiradores apostados en las alturas del estadio nacional de béisbol Denis Martinez.

Denis, el pitcher latinoamericano de grandes ligas con el record de mayor número de juegos ganados, y dueño de la hazaña de haber lanzado un juego perfecto, protestó con firmeza porque el estadio que lleva su nombre fuera empleado para actos de violencia contra el pueblo que lo venera como un héroe nacional.

Luego, cuando las temibles camionetas Hilux de doble cabina, con sicarios cubiertos con pasamontañas que disparan sin piedad ni contemplaciones desde la tina, empezaron a multiplicar sus recorridos por las calles, y crecieron los asaltos y saqueos, la vida nocturna empezó a apagarse y los restaurantes y los bares a cerrar sus puertas. Hoy hay un toque de queda voluntario después de las seis de la tarde.

¿Cómo ha seguido cambiando el país? En los barrios de Managua, para impedir el paso de las funestas Hilux, la gente levanta barricadas de adoquines o cualquier material a mano. Y las carreteras están cortadas por más de 80 tranques que son el aviso de un verdadero paro nacional. Mientras en el diálogo nacional mediado por los obispos de la iglesia católica, ahora interrumpido, el gobierno no acepte negociar la democratización, que empieza por parar la violencia policial y de las fuerzas paramilitares, y adelantar para una fecha inmediata las elecciones, sin Ortega ni su esposa de candidatos, con un nuevo tribunal electoral y con garantías internacionales, el paro nacional va a seguirse consolidando, sin que nadie lo decrete.

Los tranques en las carreteras, que son la expresión más evidente de la protesta ciudadana, van paralizando al país. Los suministros básicos comienzan a escasear, hay regiones que se están quedando sin combustible, y miles de furgones de carga, que atraviesan Nicaragua para ir desde Guatemala a Panamá y viceversa, y a los distintos puertos marítimos, se han quedado entrampados en las carreteras. Las fronteras están cerradas. Y los tranques son un verdadero cerco alrededor de Managua.

Nada de esto era parte del panorama la primera vez que Carlos Dada llegó a Managua. Entonces, tampoco la ciudad de Masaya, cercana a la capital, era hoy lo que es: un bastión de la resistencia civil, trancada por todos sus costados con parapetos de compleja construcción. Él logró entrar, y anduvo por las calles, cortadas a trechos en cada barrio por laberintos de barricadas, y donde la autoridad real, porque ahora la autoridad moral es lo que más pesa, la tiene el sacerdote Edwin Román, párroco de la iglesia de San Miguel. Mientras tanto, la fuerza policial se halla sitiada dentro de su cuartel, en el centro mismo de la población.

La ciudadanía desarmada controla ahora una ciudad entera donde la represión se ha enseñado no solo matando jóvenes, sino también incendiando, saqueando y asolando comercios de todo tamaño. El baluarte es el barrio indígena de Monimbó, como lo fue durante la insurrección que derrocó a Somoza. Un símbolo para todo el país, que dio paso a la consigna “¡Monimbó es Nicaragua!”. Mujeres, viejos, ayudan a resguardar las barricadas, mientras combatientes curtidos de entonces, y sus hijos y nietos, las defienden con armas artesanales, principalmente morteros de pirotecnia, de los que se usan para alegrar las fiestas populares.

Gente siempre industriosa, los masayas se declaran en fiesta desde que el calendario señala cada 30 de septiembre el día de su santo patrono, San Jerónimo doctor, teólogo convertido por el fervor popular en médico divino “que cura sin medicina”. Y entonces, hasta diciembre, resuenan las marimbas y salen a las calles los agüizotes, el torovenado, que es todo un carnaval, las cuadrillas de danzantes. Todo el mundo se disfraza en Masaya. Y nunca deja de estallar la pólvora.

Ahora, tras las barricadas, en lugar de pasamontañas los combatientes, que no tienen en sus manos una sola pistola ni un solo rifle de cacería, utilizan los disfraces de los feriantes. Uno de ellos lleva una gran cabeza de león, y otros máscaras de conquistadores, de diablos.

Una ciudad tapiada hacia afuera, pero donde la vida ciudadana se hace con la normalidad que se puede. Un amigo me dice que sortea las barricadas para ir por el pan y los nacatamales del desayuno del domingo. Sólo hay que cuidarse de los francotiradores.

Lo único que no ha cambiado en Nicaragua es la esperanza por una vida nueva, y la fe en un país democrático, justo y libre.

Masatepe, junio 2018
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