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El 24 de junio de 1935, Carlos Gardel murió calcinado dentro de un avión que buscaba despegar del aeropuerto de Medellín. Sus tangos contaban historias sentimentales, traiciones y desilusiones de amor, que calaron hondamente en el gusto popular. Así, su leyenda se prolongó más allá de su muerte, al punto que se contaba cómo había sobrevivido a las llamas, y, el rostro desfigurado, iba por los puertos cantando siempre con su voz incomparable, oculto bajo el ala gacha del sombrero. Era una manera de otorgarle la inmortalidad.

De su muerte había pruebas suficientes, pero cuando un personaje entra en el territorio del mito, sale derrotada la realidad. Enterrado en el cementerio de San Pedro en Medellín, ciudad que lo veneraba tanto como Buenos Aires, dos meses después el cadáver fue exhumado para ser llevado a Argentina, en un periplo primero por tierra, la mayor parte del trayecto en tren, un trecho por caminos de herradura, a lomo de mula, hasta ser embarcado en el puerto de Buenaventura, en el Pacífico.

El buque que transportaba el ataúd atravesó el canal de Panamá para alcanzar el Atlántico, y siguiendo una ruta inversa tocó puerto en Nueva York, donde fue velado una semana, y luego Río de Janeiro y Montevideo, para llegar a Buenos Aires el 5 de febrero de 1936. El funeral fue apoteósico, como correspondía, hasta ser sepultado en el cementerio de La Chacarita.

La larga travesía tuvo sus razones. El presidente argentino Agustín P. Justo, había negociado un contrato de exportación de carne, mal visto por la opinión pública, y logró distraerla con las expectativas ansiosas que causó aquel dilatado viaje de regreso del héroe, alentadas por las crónicas de prensa.

Pero dos décadas antes había habido otro viaje funerario igualmente memorable, el del poeta modernista Amado Nervo, muerto el 24 de mayo de 1919 en Montevideo, donde fungía como ministro plenipotenciario de México. El transporte del cadáver se hizo en una corbeta de guerra argentina, escoltada hasta el puerto de Veracruz por barcos mexicanos, venezolanos, cubanos y brasileños. En cada puerto que tocaba se celebraban actos de homenaje oficial y demostraciones de duelo popular, hasta que seis meses después, el 14 de noviembre, Nervo fue por fin sepultado en olor de multitudes en la Rotonda de los Hombres Ilustres del panteón de Dolores, los funerales encabezados por el presidente Venustiano Carranza.

No menos suntuosas habían sido las exequias de Rubén Darío, celebradas en León de Nicaragua en 1916. Su cuerpo fue velado durante siete días en distintos recintos de la ciudad, y enterrado en la catedral, al pie de la estatua de San Pablo, vestido de peplo griego y coronado de mirtos. Delante de la procesión fúnebre, las canéforas regaban pétalos de rosas sobre el empedrado de las calles donde ardían los cagajones de los caballos de tiro.

Los magnos funerales eran un tributo pagado a la poesía, que en los dorados tiempos del modernismo tenía su propia música colorida, sonora y vistosa, y de cuya matriz nacieron las letras de los boleros y los tangos; Agustín Lara, enterrado en México también con merecida pompa, y Alfredo Le Pera, el autor de las mejores letras de los tangos cantados por Gardel, fueron ambos poetas modernistas.

¿Cómo llegaba la poesía a las multitudes que rendían semejante culto a los poetas? Las tiradas de los libros de poemas eran limitadas, como aún lo siguen siendo; pero tenían espacio en los periódicos, y, sobre todo, se recitaban en las veladas literarias y en las aulas, porque el arte de la declamación, ahora ya en el olvido, era muy extendido. Las poesías entraban, pues, por el oído, por su virtud musical, igual que las canciones, y se aprendían de memoria gracias a la rima.

Pero poesías y letras de canciones iban por parejo. Le Pera desafió a Amado Nervo al reescribir el poema El día que me quieras, publicado en el libro El arquero Divino en 1919, y lo convirtió en la letra de uno de los tangos más célebres de Gardel, grabado en 1934; y si se comparan ambos textos, la paráfrasis de Le Pera le saca ventaja al original.

Le Pera, lector de Rubén Darío, de Amado Nervo y de José Asunción Silva, fue el poeta de los tangos de Gardel, y se quedó a la sombra de la voz prodigiosa del “zorzal criollo”. Y como le tocó morir en el mismo accidente aéreo de Medellín, su nombre también entonces resultó opacado. Pero sin Le Pera no existiría Gardel.

La poesía modernista hereda su estética y sus decorados a las canciones que en las primeras décadas del siglo veinte se difunden por los discos y por la radio, y la devoción popular por los poetas pasa a los cantantes de boleros y tangos; una devoción que tiene su apoteosis a la hora de la muerte. Los funerales de Gardel, los funerales de Lara, “el músico poeta”; y también los de Pedro Infante y Jorge Negrete.

Y de allí el culto pasó a los héroes de la música de abrirse las venas, bien llamada “corta pulsos”, capaz de convertir la pasión amorosa en necrofilia, que lo diga sino el entierro de Julio Jaramillo, el rey de las sinfonolas, celebrado en Guayaquil en febrero de 1978, un carnaval fúnebre que duró tres días, y al que asistió una multitud frenética de doscientas mil personas.

Los entierros se convierten en verdaderos fenómenos sociales, sobre todo en la asombrosa plenitud de contrastes y desbarajustes del Caribe, como bien se describe en la crónica de Edgardo Rodríguez Juliá El entierro de cortijo, donde narra el funeral de Rafael Cortijo Verdejo, un músico de salsa muerto en Santurce en 1982, y que atrajo también a una variada e inmensa muchedumbre.

Como se ve, los poetas no solían ser tan lejanos a la gente, que los celebraba hasta en la muerte, igual que a los cantantes.

Son formas de la inmortalidad.

Masatepe, enero 2020
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