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Los nuevos cronistas de indias

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Bajo los auspicios del Consejo Nacional para la Cultura de México, y la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, se celebró este mes en la ciudad de México el Encuentro de Nuevos Cronistas de Indias. Estaban allí convocados periodistas y escritores que han hecho de la crónica un arte en todo los temas que uno puede avizorar, crimen organizado, narcotráfico, migraciones forzadas, vida urbana, marginación, prostitución, pandillas, fútbol, boxeo, la vida que palpita bajo los dedos que teclean y revelan a cada golpe esplendores y miserias.

La crónica encamina al periodismo en los albores de este incierto siglo veintiuno, y cuando uno examina la nómina de los convocados, más de setenta de España y América, islas y tierra firme, se da cuenta de que es, sobre todo, un oficio de jóvenes, y entre los jóvenes, no pocas mujeres que tienen sus mejores maestras en las figuras de Elena Poniatowska, la cronista ejemplar de la noche de Tlatelolco, o en Alma Guillermoprieto, mexicana también, o más recientemente en la argentina Leila Guerreiro.

Un viejo oficio, al que la crisis del periodismo abre nuevos espacios. En crisis no porque vaya a desaparecer, sino porque está cambiando, y lo viejo no acaba de morir, ni lo nuevo acaba de nacer. Alguien de entre el público reunido en el Museo Nacional de Antropología e Historia, compuesto mayormente por estudiantes de periodismo, preguntó por qué el nombre de Cronistas de Indias para el encuentro, ¿se trataba acaso de una nostálgica evocación de lo rancio y de lo antiguo, en tiempos tan vertiginosos en los que los medios impresos desaparecen, como se acaba de anunciar que ocurrirá a fin de este mismo año con la revista Newsweek?

La crónica, de verdad, es antigua, y está ligada a los inicios de la historia misma, cuando Heródoto, además del primer historiador, fue también el primer cronista que dejó constancia por escrito de lo que vio y descubrió en sus viajes; y siglos después, otro gran cronista, Ryszard Kapuscinski, lo emuló contando lo que vio y descubrió en el siglo veinte. Ambos, igual que los nuevos cronistas de indias, de Jon Lee Anderson a Juan Villoro, reúnen muchos oficios a la vez, exploradores, viajeros, reporteros, narradores literarios, periodistas, y, por la fuerza de la necesidad, también geógrafos, arqueólogos, etnólogos y paleontólogos, pues al poner pie fuera de las fronteras conocidas, se ven en la necesidad de comportarse como descubridores.       Pero el símil más inmediato del cronista de indias viene a ser Bernal Díaz del Castillo, porque, soldado de la conquista, ya viejo en su retiro de Santiago de Guatemala, al leer la Historia de las Indias y conquista de México de López de Gómara, encuentra que un clérigo que se quedó en su muelle comodidad de Valladolid, le quiere contar su propia historia, y se rebela airado. Nadie puede venirle con cuentos; la verdad está en su propio sudor, y en sus penurias de soldado, y además, no sólo es testigo de vista. Es protagonista. Y se rebela poniéndose a escribir su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Se empeña, así, en no faltar a la verdad. La crónica que cuenta hechos, no puede ser mentirosa.

Despoja a su relato de todo lo que pueda tener de olor de leyenda, o de mentira, o de exageración, y pretende que sean los hechos, en su exageración real, los que hablen por sí mismos. El procedimiento de construir la realidad no admite exageraciones gratuitas ni imposiciones mentirosas. Para parecer real, la realidad tiene que copiarse a sí misma. Esta es la lección.

Pero antes de lo moderno, y lo postmoderno, existió el modernismo, y existieron los modernistas, que fueron periodistas, además de poetas, aunque solemos olvidarlo. Esas formidables crónicas de finales del siglo diecinueve y comienzos del siglo veinte, escritas por la pléyade de modernistas que encabezó Rubén Darío, y que formaban Leopoldo Lugones, Amado Nervo, Vargas Vila, Gómez Carrillo, eran extensas, ocho a diez folios. El periodismo vivía su mejor momento, porque la crónica era su pieza fundamental, y más visible.

Imagino esos pliegos de letra apretada que abultaban los sobres y que viajaban por correo marítimo desde las capitales europeas hacia México, Bogotá, Buenos Aires, relatos hijos de la mano impaciente y no del tecleo, crónicas que no perdieron nunca su naturaleza literaria, que arrancaban en la primera página de los periódicos, y cuando pasaban a componer un libro se sostenían con la fuerza y la armonía que les daba, precisamente, su naturaleza literaria. Es decir, gracias a la calidad del lenguaje podían sobrevivir a la hecatombe del diario que envejece y muere al día siguiente.

Pero al mismo tiempo estaban los despachos por telégrafo que iban a través del cable submarino, la formidable invención transformadora de las comunicaciones en los albores de la era radioeléctrica. En los textos de esos despachos, escritos por los mismos cronistas modernistas, dominan los párrafos cortos porque debían atenerse a la brevedad, lejos de las largas tiradas elípticas y floridas que heredamos de los cronistas coloniales.

La mano sigue escribiéndolos, pero el instrumento que los transmite impone la brevedad, y la celeridad. No pierden su calidad literaria, sino que cambia la naturaleza de la calidad literaria. Advertimos el pespunteo nervioso que impone el telégrafo, ecos de la clave Morse de puntos y rayas, la velocidad y el nerviosismo de la modernidad. Hemingway, corresponsal de guerra en la I Guerra Mundial, también creó así su estilo telegráfico.

Nuestros cronistas del modernismo fundaron esa tradición en la que se insertaron Tomás Eloy Martínez y Carlos Monsiváis, maestros de la crónica urbana, y maestros también del irreverente juicio a la historia presente y sus personajes, una tradición iluminada por Gabriel García Márquez, cronista mayor de Indias, de modo que podemos trazar ese arco mágico que va de Rubén Darío hasta él. A Ambos, su abuelo los llevó un día de la mano a conocer el hielo.

Cartagena de Indias, octubre, 2012

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