Siempre oí decir que el término América Latina había sido una invención francesa incubada en los tiempos del expansionismo imperial de Napoleón III, quien ambicionaba tanto una sucursal de su imperio en México como un canal interoceánico a través de Nicaragua, cuyo trazo él mismo diseñó. Pero en verdad, aquella denominación que hasta hoy día nos identifica resulta ser la obra de emigrantes latinoamericanos que nunca han faltado en París.
El 22 de junio de 1856 se celebró una asamblea en la que participó una treintena de asistentes, para repudiar la ocupación de Nicaragua por la falange filibustera del fundamentalista sureño William Walker, quien ya había fracasado en apoderarse del estado de Sonora en México. Tras hacerse elegir presidente de mi país, restableció la esclavitud e instauró el inglés como idioma oficial, mientras el presidente Franklin Pierce se fingía desentendido.
Fue entonces cuando en uno de los ardientes discursos de aquella noche en París, el chileno Francisco Bilbao habló por primera vez de "la raza latino-americana", para oponerla a la raza anglosajona de Estados Unidos, que se había apropiado del nombre de América.
Ganamos una identidad en base a una confrontación, más que gracias a un catálogo de valores comunes, o a la existencia de instituciones firmes y bien definidas, entre cuartelazos, asonadas y guerras civiles. Y esta misma identidad defensiva, que alimentó las luchas ideológicas a lo largo de la guerra fría, con el tiempo ha llegado a volverse retórica, y subsiste como bandera de combate para lo que ha dado en llamarse el nuevo socialismo, o bolivarianismo.
Estamos ya muy lejos del siglo diecinueve, y lejos de los años de la guerra fría, cuando Estados Unidos se alineó contra la insurgencia guerrillera y respaldó sin condiciones a las dictaduras de derecha. Su política respecto a América Latina, sin atención al color ideológico de los gobiernos, se basa hoy en la cooperación para enfrentar el tráfico de drogas, el crimen organizado y el terrorismo. Ninguna de sus coordenadas estratégicas pasa por el reclamo de la democracia institucional y el respeto a los derechos humanos, y abre un espacio de convivencia con gobiernos de corte autoritario, lo que podríamos llamar autocracias electas, pese a la retórica confrontativa.
Las fronteras económicas se abren, el mundo se ha vuelto global, las hegemonías bipolares, o únicas, se han derrumbado, empezando por la de Estados Unidos, y cada vez más nos damos cuenta de que nuestra pretensión de identidad latinoamericana, en un territorio de vastos confines, además de defensiva, fue siempre más ideológica que otra cosa; y esos sustentos ideológicos fueron hijos del pensamiento europeo. He allí el primer gran vínculo entre América Latina y Europa.
Las ideas europeas que alimentaron nuestra independencia circulaban de contrabando, por peligrosas. Eran exóticas, y sus símbolos también lo eran. El gorro frigio se quedó hasta hoy días en los escudos de armas de las nuevas repúblicas, desde Argentina, hasta Bolivia, Colombia, Cuba, Haití, El Salvador, y Nicaragua, un emblema persistente de la libertad tantas veces malversada. Y las ideas europeas que definieron el estado moderno en el siglo diecinueve y se asentaron en las nuevas constituciones, siguieron siendo exóticas por mucho tiempo, y en no pocos sentidos lo son aún: imperio de la ley, balance de poderes, gobiernos republicanos y democráticos.
Al hablar de la relación entre Europa y América Latina, salta de por medio una asimetría democrática. En muchos sentidos, seguimos siendo decimonónicos porque la institucionalidad no ha progresado la suficiente, y es fácil que debajo de las pretensiones de modernidad surja siempre la figura autoritaria del caudillo. Tenemos gobiernos más o menos democráticos, basados en concepciones ideológicas diferentes, no en reglas institucionales identificables. De esta manera hemos entrado en el siglo veintiuno, y no creo que podamos apartarnos a corto plazo de semejante perspectiva.
En un ensayo de 1986 sobre Democracia en América Latina, Albert Hirschman sostenía algo que sigue siendo válido hoy, y es que nuestra cultura política se basa en el hecho de "tener opiniones fuertes y preconcebidas sobre casi cualquier cosa", es decir, el síndrome autoritario que a su vez pretende la unanimidad del criterio social, lo que es una forma de exclusión que necesariamente castiga la disidencia.
La democracia, dice el mismo Hirschman, no se sostiene necesariamente en la prosperidad. Debe sobrevivir aún en situación de pobreza, o de crisis, como es el reto hoy mismo en Europa, en países como Grecia, Chipre, España y Portugal; las instituciones democráticas no sólo deben permanecer incólumes ante la crisis, sino que deben guiarla hasta su solución.
Pero la propuesta contraria, prosperidad sin democracia, viene a ser un desafío peligroso. Si China, cuya presencia en el ámbito económico latinoamericano es cada vez mayor, en cuanto a abastecedor de mercancías, comprador de materias primas e inversionista, representa un modelo económico exitoso, con un régimen autoritario y cerrado, la pregunta tentadora viene a ser: ¿por qué apegarse al modelo democrático europeo, si el modelo chino demuestra que el liderazgo autocrático rinde tan buenos frutos para llevar adelante proyectos de largo plazo? Es una pregunta tentadora para nuestros caudillos de nuevo cuño, dispuesto a reelegirse sin término.
América Latina, a pesar de que crece económicamente en estos últimos años, no termina de resolver el asunto de la institucionalidad democrática, como se ve en no pocos de nuestros países, y eso es ya en sí mismo una crisis. El autoritarismo es la marca de esa crisis. Y del otro lado está también la crisis europea, que no sólo es financiera. Josep Ramoneda habla de "una crisis sistémica del capitalismo, de dimensiones económicas, políticas, sociales y morales".
Las crisis traen consigo riesgos, pero también la oportunidad de que nazcan ideas renovadoras de cambio, desafiando los viejos paradigmas que apuntan siempre hacia el pasado.
París, mayo 2013
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