Aquel viejo gordo y bonachón de la aldea de Sotto il Monte, que parecía haber dejado su morral y su cayado de pastor de cabras en la Sala de las Lágrimas antes de internarse por los infinitos corredores del Palacio Apostólico Vaticano, ya con las vestimentas blancas que los sastres se apuraron en descoser porque no había manera que le quedaran, fue uno de los íconos de la década de los sesenta, y seguro se hubiera sentido a gusto entre la densa humareda del concierto de Woodstock con su cigarrillo en la boca, porque entre sus placeres estaba el de fumar, y, claro, el de comer.
Me estoy refiriendo, como se usaba decir antes según los cánones de los circunloquios oratorios, a Giovanni Roncalli, Juan XXIII, a quien en diciembre de este año el papa Francisco elevará a los altares habiéndole dispensado el requisito de un segundo milagro. Muy acertado este Francisco como en tantas otras cosas que ha dicho y hace, saltarse las trancas burocráticas y canonizar sin más trámite a este antecesor suyo, electo en 1958 como una manera de salir del paso. Porque a sus 77 años era juzgado demasiado viejo para emprender algo notable, pero los cinco años que duró su papado estuvieron llenos de verdaderos milagros, suficientes para rebosar el expediente abierto por la Congregación para las Causas de los Santos, si las transformaciones valieran como milagros.
El papa Francisco ha llegado a ocupar la silla de san Pedro, como se usa decir también, a la misma edad, pero no alcanzo a verlo tan anciano como en aquel tiempo al papa Juan, seguramente porque en la adolescencia uno suele envolver a los viejos en una turbia lejanía. Y hablando de lejanías, lo primero que este Juan y este Francisco hicieron fue volverse cercanos. Hay unas páginas de la novela Los Buddenbrook de Thomas Mann donde las puertas de los salones del Palacio Vaticano van abriéndose una tras otras al paso del visitante, como si aquellos aposentos fueran infinitos, hasta llegar a la última, donde aguarda el papa, solitario, y aun habiendo llegado a él, siempre lejano.
Ahora Francisco ni siquiera vive allí, sino en la residencia de Santa Marta, tal como se lo explica a un amigo sacerdote en Buenos Aires en una carta del 29 de mayo: “Procuro tener el mismo modo de ser y de actuar que tenía en Bs As, porque, si a mi edad cambio, seguro que hago el ridículo… No quise ir al Palacio Apostólico a vivir, voy sólo a trabajar y a las audiencias. Me quedé a vivir en la Casa Santa Marta, que es una casa (donde nos alojábamos durante el Cónclave) de huéspedes para obispos, curas y laicos. Estoy a la vista de la gente y hago la vida normal: misa pública a la mañana, como en el comedor con todos, etc. Esto me hace bien y evita que quede aislado….”
Juan se habría escapado de los aposentos papales para irse a vivir también a una casa de huéspedes si hubiera podido, pero entonces, medio siglo atrás, era demasiado atrevimiento, aunque cometió no pocas trasgresiones. Eso de sentarse a comer acompañado, por ejemplo, porque hasta el papado del nada carismático Pío XII, los papas comían solos según la tradición, imaginen tamaño aburrimiento. Cuando Juan empezó a invitar a su mesa a viejos amigos y periodistas, con quienes se quedaba a los postres en amena charla, fumándose su cigarrito, el cardenal camarlengo le hizo ver que estaba rompiendo una regla impuesta siglos atrás por otro papa. “Entonces, con la misma autoridad de nuestro antecesor, nos, Juan XXIII, decidimos comer acompañados”, dice la leyenda que fue su respuesta, usando ese plural mayestático que seguramente también despreciaba.
La historia de la iglesia, y aquí habla un profano, puede dividirse en el siglo veinte entre antes y después del papa Juan. Hay cosas que quizás pocos recuerden, y para eso están las personas mayores, que se van quedando con el vicio consuetudinario de recordar. Soportó mal el boato de califa oriental que rodeaba a los papas, pues entonces, lejos de inventarse aún el papamóvil, eran paseados por la plaza de San Pedro sentados en la silla gestatoria, cargada por ujieres de la nobleza romana, mientras otros criados le soplaban aire con los flabelos egipcios, unos gigantescos abanicos de plumas de avestruz, y la guardia suiza abría la procesión con sus alabardas. Como tenía buen diente, y era por tanto robusto, antes de subir a la silla bromeaba: “¿No se hundirá esto con tanto peso encima?” Porque tampoco le faltó el sentido del humor, otra de sus virtudes.
Hasta los años sesenta la misa seguía dándose con el sacerdote de espaldas a los feligreses, y en latín, que por supuesto nadie entendía, y todo eso me consta porque fui monaguillo de sotana roja y alba ribeteada de encaje. El Concilio Vaticano Segundo, que él convocó apenas tres meses después de ser electo, e inauguró en 1962, decidió que el sacerdote debía dar la cara a los fieles y hablarles en su propio idioma, tan lógico que parece hoy. Al año siguiente murió.
El concilio, que terminó en 1965 bajo Pablo VI, fue la gran revolución dentro de la iglesia al tiempo que se daban en el mundo los procesos de descolonización en África y en Asia y los negros en Sudáfrica y Estados Unidos luchaban por sus derechos civiles. Fueron también los tiempos de la guerra fría, y la crisis de los cohetes en Cuba. «Quiero abrir las ventanas de la Iglesia para que podamos ver hacia afuera y los fieles puedan ver hacia el interior», dijo cuando decidió convocar el concilio, y palabras más o menos es lo que viene repitiendo Francisco, que habla también a menudo de “una iglesia pobre para los pobres”, no otra cosa sino el regreso al humanismo del papa Juan, que era ya santo desde hace ratos, tanto para creyentes como para no creyentes.
Masatepe, julio 2013.
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