El año que empieza verá una gran cosecha electoral en América Latina. Siete países votarán para elegir a sus gobernantes: Bolivia, Brasil, Colombia, Costa Rica, El Salvador, Panamá y Uruguay. Y si es cierto que cada una de estas elecciones tiene sus propias particularidades, en cuanto a la naturaleza de las fuerzas que disputan el poder, y los proyectos políticos de cada una de esas fuerzas, hay un denominador común que hoy puede parecer irrelevante pero en verdad no lo es: la transparencia con que se cuentan los votos.
A lo largo de nuestra historia recién pasada, las reglas del juego democrático se echaban al canasto de la basura y eran sustituidas por los golpes de estado, las dictaduras militares, y los fraudes electorales. Hoy esas reglas tienden a ganar majestad, con algunas notables excepciones, y podemos preciarnos de la generalización de los gobiernos civiles legítimamente electos y de la alternancia en el poder basada en el pluralismo político. Mientras tanto, los alegatos de fraude vienen a ser esporádicos; unos, de poca fuerza, como ocurrió en las recién pasadas elecciones presidenciales de Honduras; otros, pasmosamente reales, como en Nicaragua.
La institucionalidad electoral ha progresado, y sin ella la viabilidad democrática no sería posible, en un panorama cambiante, donde se presentan novedades notables, la primera de ellas que el monopolio político, compartido generalmente entre dos partidos tradicionales, no pocos de ellos nacidos con la independencia en el siglo diecinueve, ha sido roto, como en Uruguay. Otros de esos partidos surgieron de profundos cambios políticos pero les llegó su caducidad, como en Venezuela, o han entrado en crisis, como en Costa Rica.
Esas fuerzas se volvieron obsoletas, y mientras algunas han logrado entender los nuevos tiempos, otras han envejecido sin poder entender que las sociedades cambian dinámicamente, y que la población se ha vuelto estadísticamente cada vez más joven, con nuevos reclamos. Por tanto, la democracia es una entidad viva que debe saber responder a los retos de la modernidad. A fin y al cabo vivimos en el siglo veintiuno.
Mientras algunos viejos partidos sucumben y se descalabran, surgen otros nuevos que representan a fuerzas sociales emergentes, y sobre todo, he aquí la novedad más acusada, agrupaciones que un día empuñaron las armas y hoy han encontrado espacios de representación en el sistema democrático, y aún han alcanzado a gobernar, sin violentar el sistema, como en El Salvador o en Uruguay. La dictadura del proletariado no es hoy sino una pieza de museo delante de la cual nadie se detiene.
Esta participación común, debidamente garantizada, anula la polarización ideológica que un día llevó a la violencia, y ha significado una moderación mutua, que abre un espacio de convivencia como el que reclama el libro de Isaías en el Antiguo Testamento: "Morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos". Estoy usando un símil que puede parecer utópico; pero que derecha e izquierda conviven es una realidad; y conviven porque se alejan de los extremos y se acercan al centro, que viene a ser una especie de plaza pública donde resuenan las voces y no las armas. Y este es el verdadero sentido de la democracia.
Lo que quiero expresar es que en el futuro inmediato solo los sistemas electorales confiables serán capaces de neutralizar la polarización política, y atajar la violencia. Es una paradoja necesaria que frente a la desconfianza de las nuevas generaciones de votantes en el viejo sistema, que tarda en traer bienestar, o se empantana no pocas veces en la corrupción, la transparencia electoral sea la única capaz de ofrecer salidas, porque da cauce a las esperanzas de cambio. Permite que el sistema democrático sobreviva tal como lo conocemos: libre participación, y votos bien contados. Todo lo demás huele a obsolescencia.
De otro modo, las tensiones entre lo tradicional y lo nuevo, entre el statu quo y las demandas de cambio tenderían a buscar cauces anormales que desembocarían necesariamente en la violencia. No es potestad de nadie en particular juzgar estas realidades, darles paso o anularlas, sino de los votos ciudadanos. Una democracia no puede sobrevivir sin un sistema vigoroso de partidos, de distintas y aún contradictorias expresiones políticas, y ese sistema de partidos no puede sobrevivir a su vez sin jueces electorales imparciales y profesionales, que mientras mejor hacen su trabajo, más pasan a segundo plano, como en Europa, donde nadie sabe quiénes son.
La reelección presidencial no es un mal en sí misma, ni el regreso a la presidencia de quien ya antes ha ocupado el cargo, ya lo hemos visto en Colombia, Brasil, o Chile. Es la corrupción del sistema electoral la que hace de la reelección una negación de la democracia, como en Nicaragua; y si agregamos que esa reelección anula la independencia de los poderes del estado y los concentra en una sola persona, entonces todo el sistema democrático sucumbe.
Y si la permanencia de una sola persona en el poder representa también la anulación de la oposición política, debilitándola o corrompiéndola, la desaparición de la democracia es aún más evidente. El ex presidente Lula da Silva ha dicho sabiamente que la falta de participación política es la puerta del fascismo, y más ancha será esa puerta sin un sistema de alternancia, con la posibilidad garantizada de que quien tiene más votos es el que gana el derecho de gobernar.
Llegará un momento en que veremos más claramente que sin democracia efectiva no habrá posibilidad de desarrollo económico, que no es lo mismo que populismo económico. Uno de los espejismos de esta época latinoamericana ha sido la creencia de que un sistema que se aleja del pluralismo puede redimir a nuestros países de la miseria y del atraso. No hay otra falacia moderna, y a la vez tan antigua, que se le asemeje en tamaño y contumacia.
Masatepe, enero 2014.
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