La lectura es sensual. Se abre un libro para gozarlo. El primer deber de un libro de ficción es distraer, y aún las lágrimas que se vierten al leer sobre dolores y desventuras son parte de ese mismo gozo. Al tratar de iniciar a alguien en la lectura, lo peor es anteponer entre el lector y el libro algún aburrido propósito pedagógico.
Un libro sólo es capaz de enseñar si primero gusta. Si no hace reír, si no conmueve, toda enseñanza, toda filosofía, se volverán inútiles, pues nadie llega a la última página de un libro fastidioso; y cuando se abandona la lectura al apenas empezar, es como si ese libro nunca hubiera sido escrito para quien llegó a tenerlo entre sus manos. Veamos al libro como una casa de muchas habitaciones, cada una con un decorado diferente. Uno puede asomarse a esas habitaciones a través de sus múltiples ventanas, o entrar a vivir en ellas.
Al hablar de la enseñanza de la literatura, Jorge Luis Borges cita una frase del doctor Johnson, el sabio británico de las letras que vivió en el siglo dieciocho: “la idea de la lectura obligatoria es una idea absurda: tanto valdría de hablar de felicidad obligatoria”.
No hay felicidad obligatoria, pero la lectura depara felicidad; cuando un libro nos atrapa, y llegamos a un punto en que nos sobrecogen el asombro y la admiración, estos sentimientos se transforman en dicha, una dicha inefable. Es un asunto de libertad de escogencia. No podemos sacar gozo del castigo, y un libro impuesto viene a ser un castigo. “Si el relato no los lleva al deseo de saber qué ocurrió después, déjenlo de lado”, agrega el doctor Johnson.
Nadie disfruta de una promesa de aburrimiento. Cuando a un escritor le piden señalar los diez libros que se llevaría consigo a una isla desierta, generalmente empieza por La Odisea, El Quijote, La Biblia, o La Divina Comedia.
Son obras clásicas, y a muchos esa palabra los pone en alerta. Y a los clásicos, por definición se les considera soporíferos. Al contrario. Un clásico es una promesa de dicha que siempre estará allí esperando por nosotros. Siempre tendrá algo nuevo que contarnos o que enseñarnos.
Lo importante es que el candidato a lector al que estamos induciendo entre en la lectura con pies ligeros, sin temor a las cargas, y se convenza de que al enfrentarse a un clásico no se hallará con un libro que se le caerá de las manos, la cabeza pesada de sueño.
Entonces, la nostalgia por lo leído nos llevará a a emprender dos o tres lecturas más de ese libro, y luego muchas otras, porque se nos habrá vuelto infinito, en el sentido de que siempre estará recomenzando, y esas nuevas lecturas llegaremos a hacerlas ya no en el orden en que están puestos los capítulos, sino entrando por cualquier de ellos a cualquier de sus habitaciones, asomándonos por cualquiera de las ventanas.
El mundo de las novelas es divertido y atractivo porque es humano. Las novelas no son sobre períodos de la historia, sobre espacios geográficos, sobre teorías filosóficas ni sobre asuntos religiosos. Tratan sobre seres como nosotros, sus ambiciones, su idealismo, su perversidad, sus heroísmos y debilidades, la maldad y la nobleza, la devoción y la envidia, la generosidad y los celos, y nos muestran cómo estos atributos, siempre en tensión y contradicción, se dan dentro de los mismos individuos.
Fiodor, el padre rencoroso y atrabiliario, avaro y despiadado, que se disputa a la misma mujer con Dmitri, su propio hijo, llega hasta nosotros en toda su plenitud en las páginas de Los hermanos Karamazov, porque somos capaces de reconocerlo tal como lo retrata Dostoievski; existió, sigue existiendo, así como las voces de los muertos que Juan Rulfo pone a hablar unos con otros debajo de las tumbas en Pedro Páramo, nos son familiares porque lo que cuentan son ambiciones mal cumplidas y pasiones de amor que carcomen hasta en la muerte. Y siempre seguiremos viendo a una lady Macbeth que incita a su marido al crimen para perpetuar el poder, movida por la ambición, aunque Shakespeare haya muerto hace siglos.
No hay que creer entonces a quienes nos dicen que sólo debemos aceptar lecturas serias o edificantes, porque entonces nunca vamos a ser lectores adictos. Cuántos buenos lectores se han perdido por causa de las imposiciones escolares, que mandan leer por fuerza de los programas de estudio libros pesados e indigeribles, o que por falta de método son presentados como tales. Y cuántos buenos lectores, y a lo mejor escritores, se han ganado gracias a los libros prohibidos por la escuela, por el hogar, por la religión, porque lo que la imposición no consigue, lo consigue la curiosidad por lo prohibido. Y los censores son, sin excepción, personas amargadas y hostiles al espíritu de libertad que campea en los libros.
Y quien no aprende nunca a leer, quien no se vuelve desde temprano un vicioso de los libros, no sabe de lo que se pierde. Se expondrá a llevar una vida mutilada y a lo mejor, amarga, igual que la de los censores, lejos de los espejismos y los fragores de la imaginación.
¿Cómo crearse ese vicio? Empezando por un cuento de los hermanos Grimm, luego yendo a uno de Chejov, o de Rulfo, antes de llegar por fin a una novela de Faulkner, o al Ulises de Joyce, ya no se diga. O yendo primero a los capítulos y pasajes más divertidos de El Quijote, a alguno de los cuentos de Las Mil y una noches.
Para que un niño o un adolescente adquieran el vicio de la lectura, antes deben adquirirlo los padres y los maestros, con espíritu cómplice, lejos de la severidad de quien encarga una tarea. Ser parte de la conspiración de leer, comportarse como cabecillas de una hermandad de iniciados. Abrirles una puerta al paraíso, donde espera la manzana dorada entre las frondas del árbol del bien y el mal.
Berlín, febrero 2014
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