Dentro de ese círculo de tiza lo que hay es soledad absoluta, y no llegan hasta allí las voces de fuera porque el poder absoluto sólo tiene respuestas tajantes que no necesitan preguntas. El caudillo, venga de la academia o del rango de los iletrados, busca convertir a las instituciones en meros decorados para imponer su voluntad única que termina siendo la razón de estado. Es la misma soledad sin ecos de Zacarías, el dictador de El otoño del patriarca, en toda su parafernalia arbitraria de desmanes.
Pero también es la soledad del poder con todo su caudal de miserias y derrotas, como en el último viaje de Bolívar hacia su muerte en El general en su laberinto, solo y ya sin gloria. García Márquez no eligió el resplandor épico del libertador cruzando una y otra vez los Andes a caballo, algo que de por sí entra en el reino de las exageraciones, sino el íntimo desastre del final de su vida sacrificada en vano.
Joseph Brodsky alega que los escritores geniales del siglo XX rusos “hubieran llegado a ser lo que fueron incluso si no hubiera tenido lugar ninguno de los acontecimientos que ocurrieron en Rusia en ese siglo: básicamente, el talento no necesita historia”. En el caso de García Márquez sería una curiosa afirmación. En América Latina, empezando por sus dictadores
arcaicos, la realidad es el sustrato de toda su literatura. Lo que él hizo como artista fue transferir la historia a una dimensión diferente, tanto que a veces nos llega a parecer inverosímil, pero sin que deje nunca de ser esa misma realidad cuya materia ha sido transformada. Hay en sus relatos una patente y desbordante curiosidad por el poder, y esa curiosidad se transforma no pocas veces en reflexión.
Cuando recibió el premio Nobel de Literatura en 1982, en su discurso comienza hablando de Antonio Pigafetta y de la crónica que como buen mentiroso que se tomaba en serio, escribió acerca del viaje de Magallanes alrededor del mundo. Esa crónica, llena de exageraciones puntuales, es el antecedente más lejano que podemos hallar de la escritura del propio García Márquez en relación a América, toda una “aventura de la imaginación”.
Pero desde allí salta hacia el otro lado del abismo: el incendio del Palacio de la Moneda y el sacrificio del presidente Allende, los dudosos accidentes de aviación en que perdieron la vida el presidente Jaime Roldós de Ecuador, y el general Omar Torrijos de Panamá. El recuento se vuelve una elegía: “Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió
peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo”.
Guerras, golpes de estado, cárceles y cementerios secretos, desaparecidos, recién nacidos secuestrados y dados en adopción clandestina. Es el recuento de una historia oscura desde las palabras iluminadas. América Latina se hallaba plagada aún en esos años ochenta de dictaduras militares que pronto deberían dejar paso a gobiernos civiles electos, surgían revoluciones como la de Nicaragua, que representaba una esperanza nueva, diferente al modelo de la revolución cubana que entraba en decadencia; guerrillas en marcha como las de El Salvador y Guatemala, que tendrían distintas suertes. El discurso ampara estas alternativas porque la suya es una adhesión sentimental a la rebelión y la resistencia.
Busca explicar la prolongada soledad de América Latina desde las deformidades del poder tradicional, responsable de la miseria y del atraso seculares, y al mismo tiempo pide a los europeos recordar “que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos”. Un
reclamo en los tiempos de la Guerra Fría, cuando aún nadie vislumbraba el fin del mundo bipolar.
García Márquez venía de esa generación de latinoamericanos que había crecido bajo las dictaduras bananeras instauradas por Estados Unidos durante los años más álgidos de esa misma Guerra Fría, y entre sus palabras y la acción no había distancia. Un conspirador curtido, además, y fue en esa calidad que lo conocí, dispuesto a hacer todo lo que pudiera para lograr el derrocamiento de la familia Somoza. Un escritor comprometido, como decíamos ayer.
El relato del poder alcanza en su escritura esas dimensiones alucinantes que tan bien conocemos, y la realidad se vuelve la hija pródiga de la imaginación hasta desconcertarnos; pero lo que nos cuenta es lo que hemos vivido y seguimos viviendo mientras persiste la sociedad rural que se niega a ser enterrada. Y esa es la magia. A través de la ficción aprendemos que el poder, su erótica y sus trasuntos no cambian nunca, enquistado como está en las entretelas del corazón humano, una bestia peligrosa que algunos logran domesticar y otros más bien azuzan dentro de sí mismos.
El Pais, Madrid, 21 de abril 2014
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