El mariscal Abdel Fattah El-Sissi, jefe de las fuerzas armadas de Egipto, ha ganado la presidencia por el 97 por ciento de los votos en las elecciones convocadas tras el golpe de estado que él mismo encabezó en 2013 para derrocar a su antecesor Mohamed Morsi, del partido de los Hermanos Musulmanes. Los golpes de estado militares no han pasado a ser piezas de museo. El más reciente es el de Tailandia, el duodécimo de los últimos tiempos, donde el general Prayuth Chon-ocha, comandante del ejército, asumió el poder absoluto tras deponer a la primera ministra Yingluck Shinwatra.
El mariscal El-Sissi ha sido llamado en la propaganda electoral "el salvador de la nación", como no puede ser menos. Y en una comparecencia de campaña delante de unos veinte editores de medios de comunicación les dijo sin rubor: "ustedes suelen escribir en sus periódicos que ninguna otra voz es más fuerte que la de la libertad de expresión. ¿Qué significa eso? Que millones de egipcios no pueden ganarse la vida a causa de las continuas manifestaciones en las calles, que son un factor de inestabilidad". Por estas latitudes también solemos escuchar lo mismo.
Si uno devuelve la película unos pocos años atrás, encontrará que esas manifestaciones en las calles no fueron otra cosa que el ariete frontal de la primavera árabe en Egipto y otros países vecinos, que hizo creer al mundo que se abría una nueva etapa, y que, por fin, llegaba la democracia, tantas veces postergada, con elecciones libres, constituciones democráticas, participación ciudadana. Bajo esas premisas creció la resistencia popular en 2011 contra el régimen del general Hosni Mubarak, que ya duraba 30 años en el poder, heredero de la casta militar que ha gobernado casi sin interrupciones a Egipto desde 1952, cuando los oficiales nacionalistas encabezados por Gamal Abdel Nasser derrocaron a la monarquía.
El nuevo caudillo egipcio es joven, de modo que, lejos ya de la primavera que pareció que cambiaba para siempre la historia, su turno se anuncia largo. A los mismos editores de medios de comunicación, les dijo algo todavía más claro y significativo: "Con frecuencia citamos como ejemplo los modelos de democracias occidentales que se han estabilizado después de siglos. Aquí, tendrán que pasar veinte o veinticinco años antes de que alcancemos un nivel completo de democracia". También por estas latitudes oímos cosas parecidas.
Esta idea de que la democracia no se conseguirá sino tras un largo plazo de maduración, durante el cual el autoritarismo hará las veces de nodriza para enseñar a los pueblos a dar sus primeros pasos antes de aprendan a caminar solos, es hija del viejo cinismo inveterado en el que son maestros los caudillos de aquí y de allá, que llegan para quedarse para siempre, y sustituyen ellos mismos las instituciones que nunca llegan a desarrollarse por sí mismas, precisamente porque al caudillismo no le interesan. Si los escogidos por la divinidad dejaran madurar a las instituciones democráticas a plenitud sería un contrasentido, porque estarían creando los instrumentos que pondrían fin a su propio poder omnímodo. Unas veces el pretexto es librar al país de los extremismos, como en el caso de Egipto. Otras, de las asechanzas del capitalismo, como en América Latina.
La democracia, cuando se celebraron verdaderas elecciones libres por primera vez tras el derrocamiento de Mubarak, dieron como resultado que los Hermanos Musulmanes obtuvieron la mayoría, y así Mohamed Morsi fue electo presidente. La casta militar decidió que los ciudadanos se habían equivocado al elegir un gobierno peligroso, y como aún no saben caminar por sí mismos, les ofreció llevarlos de la mano hasta que llegue el día en que estén preparados para jugar el juego de la democracia, lejos de cualquier riesgo. Para eso están los padres amorosos.
Y el populismo reclama también en América Latina sus fueros por su propia cuenta. Quedarse en la presidencia, ser reelecto, sino el país irá al descalabro, acechado por sus enemigos. Allá son los Hermanos Musulmanes, aquí los vendepatria, los neoliberales. El presidente de Bolivia, Evo Morales, que llegó al gobierno en el año 2005, va a ser reelecto este año por tercera vez, hasta el 2020. Proclamado candidato por su partido, el Movimiento al Socialismo (MAS), dejó claro que seguirá en el poder porque "la unidad en Bolivia es sepultura para los neoliberales", que en los gobiernos anteriores "regalaron a Bolivia al imperio", gracias a la complicidad del Fondo Monetario Internacional.
Por su parte, el presidente Rafael Correa, en el poder desde el año 2006, se prepara para modificar la Constitución de Ecuador, de modo que permita su reelección indefinida, "ya que hay una restauración conservadora en marcha" y "vienen tiempos duros para la revolución ciudadana" Y no falta en sus palabras un toque mesiánico de tono sentimental: "Entiendo bien que mi vida ya no es mía: es de mi pueblo y de mi patria y estaré donde me exija el momento histórico". Había dicho antes que no seguiría adelante, porque su familia lo reclamaba, pero ahora no tiene más remedio que responder al llamado de la historia: "En lo personal, creo que es mi deber revisar la sincera decisión de no lanzarme a la reelección, porque tengo la responsabilidad de garantizar que este proceso sea irreversible".
Irreversible es una palabra clave para entender los llamados perentorios del poder. Morales aspira a ganar por un 75% de los votos esta próxima ronda. En Egipto no hay ahora contrincantes políticos. Tampoco los hay que valga la pena en Bolivia, Ecuador, o Nicaragua, porque la fuerza del poder, que busca ser total, ha diezmado a las fuerzas opositoras. Y detrás de todo, surge la grave sospecha de que la democracia no es para mañana, es para nunca. El niño no crecerá nunca, y necesitará siempre de la mano del padre para poder andar.
París, junio 2014
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