Algún amigo poco familiarizado con el vicio de los libros puede entrar a mi biblioteca en Managua, recorrer con la vista llena de admiración los estantes, y preguntarme: "¿Y te los has leído todos?". Con algo de modestia debo contestarle que no todos, sólo una parte de ellos, lo cual no es más que la verdad, a mi pesar. Nunca se lee todo lo que uno quiere. Pero mis libros están allí en sus justos lugares, donde sólo yo puedo hallarlos, por el gusto y la alegría de tener su compañía, sabiendo que en cualquier momento podemos entrar en conversación, igual que ocurre entre buenos amigos.
Pero en verdad son mucho más aún que una compañía, o una amistad compartida. Con el tiempo, uno llega a ser todos los libros que ha leído. Una vez alguien esparció con buen humor la especie de que Borges no existía, sino que era una especie de marca de fábrica detrás de la cual, como en el caso de los cursos por correspondencia de tensión dinámica de Charles Atlas, había un equipo de escribidores: "No estoy seguro de que yo exista, en realidad", respondió entonces. "Soy todos los autores que he leído, toda la gente que he conocido, todas las mujeres que he amado. Todas las ciudades que he visitado, todos mis antepasados...".
Mis libros han llegado hasta mi biblioteca bajo diversas circunstancias, fruto de las visitas a librerías en distintas partes del mundo, incluyendo las libros de segunda mano, y de las ferias de libros que son tan sustanciosas; otro son regalo de amigos escritores, y otros, por qué no, libros nunca devueltos a sus legítimos dueños, así como hay otros que han emigrado del mismo modo de mis estantes.
La biblioteca personal es siempre una variante doméstica de la biblioteca babilónica de Borges con sus cientos de miles de páginas en las que es posible descubrir el pasado desde todos sus ángulos. Entre libros, uno recorre el mapa de una geografía múltiple donde está trazado el camino que conduce a Comala y se puede caminar al lado de Juan Preciado que busca a su padre, un tal Pedro Páramo; es posible respirar el olor a pólvora y a podredumbre de los cadáveres de todas las guerras libradas y perdidas por Aureliano Buendía; sentarse en el piso del apartamento de Horacio Oliveira entre los miembros del club de la Serpiente mientras en el cuarto al lado agoniza Rocamodour; acercarse al lecho donde Artemio Cruz, aún lleno de soberbia, retrasa el momento de su muerte para poder contar su vida que corre desbocada en el recuerdo, amores, traiciones, poder, la revolución que se convierte a sus ojos en un baile de máscaras.
¿Por qué esa avidez por los libros de imaginación? De alguna manera todos somos Alonso Quijano, buscando encarnar en la lectura el personaje que en nuestras propias vidas nos está vedado ser, entrar en un paisaje o en una ciudad o en un tiempo donde nos esperan experiencias y aventuras desconocidas. Una manera de ser otros y, con eso, conseguir nuestra libertad, la libertad que nos permite multiplicarnos, vivir vidas ajenas, romper con la rutina. Cambiar la realidad sin escapatoria, por la imaginación que nos abre puertas múltiples e inesperadas. Esa quizás sea la razón esencial de la lectura, y de acumular libros en los estantes. Construir ladrillo a ladrillo ese universo, cada libro uno de esos ladrillos.
El cerebro humano está diseñado para imaginar. Por eso siempre ponemos oído a la historia que alguien nos quiere contar. En su libro Leer la mente, Jorge Volpi explica la relación imprescindible entre la imaginación y el cerebro humano. Es una relación biológica, y aún bioquímica. "El cerebro es una máquina de futuro que produce escenarios a partir de recuerdos. Esa previsión de futuro es a lo que llamamos imaginación e implica una actitud que es la base de la ficción", dice.
Cuando leemos un libro y convertimos la letra impresa en imágenes, una red de neuronas se activa en la corteza cerebral. En un estudio realizado por científicos del Darmouth College en Estados Unidos, se ha tratado de responder a la pregunta: ¿qué hace el cerebro cuando imaginamos un abejorro con cabeza de toro? Las neuronas toman las imágenes conocidas de toro y abeja, y las combinan, creando una nueva criatura. De esta operación sencilla, a la que el cerebro está acostumbrado, nace el Minotauro, mezcla de hombre y de toro, y nacen también todas esas figuras de la espléndida galería de seres monstruosos, y maravillosos, de La Metamorfosis de Ovidio, como la Gorgona, una mujer alada que tiene serpientes por cabellos y garras de jabalí. O, en la mitología mesoamericana, Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, mezcla de ave y reptil. Los científicos llaman "manipulación" a este constante proceso de construir y deconstruir imágenes en el cerebro.
Antes, otro grupo de investigadores de la Universidad de Northwestern, Chicago, utilizando voluntarios para medir los impulsos cerebrales, demostraron que "la actividad neuronal destinada a la visión de cosas reales era similar a la actividad neuronal que posibilitaba la visión de imágenes mentales..."; y "cuando los participantes recordaban lo que habían imaginado, a menudo pensaban que lo habían visto, en lugar de saber que había sido producto de su imaginación".
La conclusión es que las zonas del cerebro utilizadas para percibir objetos, y aquellas otras que sirven para imaginarlos, se superponen, y así, un hecho imaginado puede dejar en el cerebro la misma huella que un hecho realmente sucedido. Por eso tendemos a falsificar tanto los recuerdos de infancia. Cuando falta el recuerdo, lo sustituimos con imaginación.
Si no podemos vivir sin imaginación, porque nuestra cabeza está diseñada para abrirse a ella, no podemos entonces prescindir de los libros que nos cuentan historias inventadas que estamos dispuestos a percibir y aceptar como reales. Entendamos entonces a quienes quisieran tener en su poder todos los libros del mundo, y leérselos todos de una vez.
México DF, junio 2014.
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