He oído alabar tanto las series de televisión ahora tan de moda, que por fin me puse a ver una de ellas, Madmen, y lo hice con toda constancia, hasta salir airoso de mi tarea tras recorrer una extensa galería de cerca de 200 capítulos, que significan unas 150 horas; algo para lo que se requiere espíritu atlético, pues se acabaron aquellos tiempos en que la tradición imponía esperar una próxima tanda para ver el siguiente episodio, como sigue ocurriendo con las telenovelas lacrimógenas, que pueden llegar a tener a alguien entretenido frente a la pantalla hasta un año entero.
Eso de las esperas dilatadas capítulo a capítulo, que formaban parte de lo que podríamos llamar "la estructura del suspenso", está pasando a mejor vida, igual que ocurrirá con la televisión misma de señal abierta, y aún la de cable, tal como hasta ahora la hemos conocido. Las predicciones dicen que la televisión de penetración directa e instantánea, tipo Netflix, es la que se impondrá en el futuro cercano, y eso permitirá al espectador verse toda una serie en tiempo continuo, según su aguante y su ociosidad, un capítulo tras otro, sin necesidad de esperar a lo que mande la programación, según el canon de los canales tradicionales; en vela, si quiere, hasta el amanecer, o más.
Con la televisión de programación libre e instantánea que inventó Netflix, y cuyo modelo muchos otros empiezan ahora a seguir, no sólo se acabaron las expectativas ansiosas sobre lo que trae el siguiente capítulo, sino la tediosa publicidad; y la transmisión lo aguarda a uno donde la dejó, sin necesidad de rebobinar, ni nada de esas antiguallas. Por 5 dólares mensuales pueden verse todas las películas y las series del mundo de una sola sentada, si así nos place, lo cual no puede negarse que es bastante democrático.
Madmen tiene lugar en los años sesenta del siglo pasado, y es cierto que se puede ver la historia pasar a través de los personajes, no sólo en sus vestimentas, muebles, autos, ambiente doméstico, objetos de consumo, cuya representación fiel y minuciosa es admirable, sino en los acontecimientos de la época, del asesinato de Kennedy al de Martin Luther King, de los años de Johnson a los de Nixon, a la guerra de Vietnam y a la cultura hippie.
Cuando empezaba con los primeros capítulos, no desprecié el juicio de que estas series vendrían a ser en el siglo veintiuno lo que fue la novela en el siglo diecinueve: la manera extensa, panorámica, profunda, de narrar las vidas de los seres humanos en el escenario cambiante de la historia, yendo de las vidas hacia la historia, y viceversa, tal como en las grandes sagas de Balzac, de Pérez Galdós o de Dickens.
Novelas extensas, series extensas. ¿Pero es eso suficiente? Las similitudes entre novela y serial, no pueden empezar por un asunto de longitud, Guerra y Paz tan larga como Madmen. Las 8 horas que dura la hermosa versión de Serguéi Bondarchuk, filmada en 1968, demostró que se puede llegar largo, pero no tanto.
Y un alegato a favor de estas series es que pueden ser vistas de manera continua, tal como ocurre con las novelas: si nos atrapan, las seguimos leyendo hasta el final. Cierto. Pero nadie se lee de una sentada un libro tan extenso como Crimen y Castigo, por intrigante que sea.
Quizás valdría la pena decir, y esto no es culpa de los guionistas de seriales, que la gran diferencia entre uno y otro género está en que la novela está hecha de palabras que en la mente del lector se convierten en imágenes, mientras que la serie lo que nos ofrece son fundamentalmente imágenes, que se vuelven más repetitivas que las palabras.
La virtud del cine, y no de la serie, es su capacidad de síntesis, saber que no todo puede ser mostrado dentro de un tiempo limitado, y que el director no pretende imitar al novelista cuando se trata de adaptaciones, sino crear un universo paralelo, y allí está la magia de El Gran Gatsby de Elliot Nugent, y de Matar un ruiseñor de Robert Mulligan, por ejemplo.
Pero la serie se expone a lo repetitivo, sobre todo si uno tiene la oportunidad de ver sus capítulos de manera continua, y entonces lo que parece ser la gran novedad se vuelve su gran defecto. Los personajes cínicos y decadentes de Madman, que pertenecen al mundo de la industria de la publicidad, repiten de manera infinita los mismos actos, y mi ocio no ha llegado a tanto como para ponerme a contar las veces que alguien toma una botella y se sirve un trago o enciende un cigarrillo; o las veces que una pareja se mete en la cama, tanto que estas escenas podrían volverse prescindibles y simplemente anotar: aquí una escena de sexo.
Y como uno tiene el todo enfrente, puede asomarse a lo que pasa puertas adentro de la cocina, algo de lo que un buen novelista sabe cuidarse siempre. El obvio "a ver qué falta aquí", en la lista de ingredientes que se van tachando a medida que son usados: infidelidades, divorcios, prostitución, arribismo, dinero, suicidios, homosexualidad... Si todo el inventario queda incluido, el director y los guionistas habrán demostrado que cuidan con celo los intereses de los espectadores.
Es cuando una historia se va construyendo mientras se filma, en base a lo que el público quiere, y para eso están los surveys, los focus groups, y así el argumento puede ir cambiando de acuerdo a las tendencias que marcan las preferencias del público. Dickens, que también escribía en seriales, aunque sus lectores, claro está, debían esperar al capítulo siguiente, recibía por correo miles de sugerencias, pero no se dejaba ir por el gusto popular, sino por lo que el relato necesitaba, y era el quien lo sabía, y nadie más.
Saltillo, México, mayo de 2015
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