Este nuevo aniversario de la revolución que triunfó en Nicaragua en 1979 me sorprende lejos, en el espacio y en el tiempo. Parece que fue ayer, tiende uno a decir cuando los acontecimientos que evoca son de verdad remotos, pero los relieves se los dan la memoria y el sentimiento, y por eso parecen tan cercanos aunque el tiempo siga poniéndoles encima esa pátina inevitable.
Lejos, en Santander, donde he terminado hoy mi curso de una semana en el ciclo El autor y su obra, y he hablado de mis libros con participantes de muy diversas edades, que han llegado de muy distintas partes de España, convocados por la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo.
Las clases se han celebrado hasta este mediodía en la casa del faro al borde de uno de los acantilados de esta península en cuya cima se alza el palacio de la Magdalena, y desde las ventanas se ven pasar las embarcaciones que van entrando lentamente a la rada del puerto. Ayer fue el día de la virgen del Carmen, patrona de los pescadores y una alegre procesión marina, entre un coro de sirenas de barcos, llevando a la virgen en la nave capitana, pasó frente a esas ventanas. Qué escenario tan distinto y distante a aquel de la plaza de la revolución en Managua, cuando el aire se llenaba con salvas de fusilería y repicaban las campanas entre el agitar de las banderas.
Mis estudiantes no esconden su curiosidad al enfrentarse con alguien que les habla de los vericuetos de las invenciones literarias, de la factura de sus novelas, de sus procedimientos para escribir, de su encuentro diario con las palabras, habiendo sido protagonista de una revolución, y no se resisten a interrogarme sobre esa vida que un día llevé, y yo tampoco me resisto a responder. Siempre se recuerda con el gozo de la nostalgia.
Vida y literatura se mezclan de manera indisoluble. Y, otra vez, como ahora, se me termina preguntado: ¿volvería a hacer lo mismo, abandonar la literatura para entregarme a una revolución? ¿No me parece que si al fin de cuentas todo vino a resultar en lo contrario, aquella lucha no valió la pena? ¿No fue en balde tanto esfuerzo para volver a lo mismo de antes?
Quienes me hacen esas preguntas, convocados de lugares tan diversos como Madrid o Sevilla, Alicante o Granada, Murcia o Albacete, saben en qué vino a resultar la revolución en Nicaragua, aunque hayan llegado aquí seducidos por la literatura, a la que aman. Es, además, una revolución, que en su momento de gloria, levantó fervor en España.
Son las preguntas que poco después que perdimos las elecciones en 1990, que pusieron fin a una década de revolución, intenté dilucidar en mi libro de memoria Adiós muchachos y las respondo ahora otra vez a mis alumnos, quienes esperan con atención mis respuestas.
Y esas respuestas no han variado desde aquel entonces, en la medida en que los ideales que estaban conmigo, indisolublemente unidos a mí y a tantos otros la tarde en que entramos en triunfo a aquella plaza 36 años atrás, siguen siendo los mismos.
Los ideales tienen necesariamente una calidad que no se deteriora con el paso de los años, o nunca lo fueron. Libertad y democracia, equidad y justicia. Palabras simples, y tan necesarias, por las que dieron su vida miles de jóvenes que lucharon por derrocar a aquella dictadura de la familia Somoza; los mejores jóvenes, muchachos y muchachas, que ha dado Nicaragua en toda su historia, los más generosos, los más desprendidos, los más desapegados de intereses materiales, ambiciones de riqueza, o de poder personal. Somoza, y quienes huyeron con él a Miami, representaban, en cambio, todo lo contrario: el egoísmo más obsceno y el afán desmedido por la riqueza, tanto que fueron capaces de asesinar por ella.
Como he venido desde el otro lado del mar para hablar de la majestad de la invención, les relato a mis alumnos una historia que ha estado desde siempre en el imaginario anónimo de Nicaragua, y que se cuenta de boca en boca. Yo la escuchaba relatar de niño. Es la historia del pájaro del dulce encanto. Se trata de un pájaro de bello plumaje y colores refulgentes que vuela sobre las cabezas incitando a cogerlo, y cuando alguien alza las manos y lo atrapa, sólo le queda en ellas un montón de excremento.
Esta no es sino una parábola de la frustración y el desengaño repetidos, la forma en que la sabiduría popular se previene a sí misma de no dar crédito a las quimeras que toda la vida acabarán convertidas en detritus; pero, al fin y al cabo, es una advertencia contra la inutilidad del esfuerzo por cambiar las cosas, y es allí donde la moraleja se vuelve perversa. Siempre vamos a tener, al final, las manos llenas de excremento, y la belleza de los sueños cumplidos no existe.
Pero no es cierto que seamos el único país de América Latina condenado a la repetición del fracaso. No podemos aceptar que nuestra historia sea un juego de espejos donde una dictadura refleja a otra, donde un caudillo encuentra su sucesor en otro caudillo, donde una familia se entroniza en el poder sólo para dar paso a otra familia en el poder. Donde la democracia, las instituciones firmes, la justicia libre de trampas corruptas, la libertad de elegir a los gobernantes, serán siempre sólo un remedo, o una burla, una pantomima trágica.
Quizás lo que nos ha ocurrido, les digo a mis estudiantes, y ya nos apuramos porque nos anuncian la ceremonia de entrega de los diplomas, es que hasta ahora ha revoloteado sobre nuestras cabezas el pájaro falso. Hermoso, pero falso. El otro, el verdadero, hay que hacerlo entre todos, pluma por pluma. El que realmente nos merecemos. Y no me cabe duda que un día lo tendremos.
Santander, julio de 2015
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