La novela en América Latina ha dado cabida siempre a lo inverosímil, porque lo inverosímil está en la realidad y en los hechos de la historia que por eso mismo nos llenan de perplejidad. Siempre nos hemos movido entre la sorpresa y el asombro, la exageración de lo real y la incredulidad ante lo verdadero, acostumbrados a la ver la historia como novela y la novela como sustituto de la historia, porque ambas parecen vivir en el mismo territorio tan dual de la imaginación, como hermanas de leche que son.
Es lo que deberíamos llamar la anormalidad constante. Y eso de que tantas veces no podamos distinguir entre hechos reales y hechos de la imaginación, hace que entre historia y novela se cree un tráfico de intercambios, y así, ambos se llegan a prestar sus instrumentos y sus procedimientos a la hora de narrar. Se supone que la literatura miente, y que la historia dice la verdad. ¿Pero quién miente a quién?
Hoy, cuando vivimos la historia a domicilio en las pantallas, no hay nada velado, y nos agobia el exceso de información. Pero no podríamos afirmar que los hechos que se nos comunican de manera tan abrumadora han ganado una calidad verificable, suficiente como para ubicarse sin reparos en el terreno de la verdad, que siempre será subjetiva. El relato de los hechos de la historia aparecerá siempre bajo velo un engañoso, extendido por la mano de intereses políticos, ideológicos, corporativos o religiosos. La novela, que ya se sabe que miente, gana crédito porque sabe seducir mejor.
La historia se ha escrito siempre a favor o en contra de alguien, y no pocas veces por comisión del propio interesado; sino recordemos a López de Gómara componiendo en Valladolid su Crónica de la conquista de la Nueva España bajo encargo de Hernán Cortés, quien buscaba recuperar su poder en México, y necesitaba ser exaltado como el héroe único de la conquista de Tenochtitlan. Por eso mismo es que Bernal Díaz del Castillo, cuando lee aquella crónica se siente ofendido porque alguien ajeno a los hechos se los está contando de manera mentirosa, a él, que fue soldado de a pie de Cortés.
Y entonces escribe su Historia Verdadera de la Conquista, que nos seduce como si fuera una novela. Hay en Bernal un afán de informar exhaustivamente, con precisión, como cuando nos da el número de soldados muertos en una batalla, y de ser posible la lista de sus nombres apellidos, oficios anteriores y edades. Es lo que hace un novelista, sabedor de que la credibilidad comienza por los detalles.
A cada paso declara que quiere ser veraz, y a cada paso acusa a Gómara de mentiroso, porque exagera y se pone como testigo de lo que sus ojos nunca vieron. Pero los diarios y cartas de relación de los demás descubridores y conquistadores, son documentos de testigos presenciales, y de protagonistas, que relatan lo visto y experimentado con un disfraz de verdad que deja percibir todo lo que tienen de inventiva.
De alguna manera fueron los primeros novelistas en tierra americana. Y por eso es que, desde entonces, la literatura tiene no pocas veces más credibilidad que la historia misma. Y por eso mismo la novela se convierte en el lugar de encuentro donde todo cabe: autobiografía y biografía, historia, cartografía, demografía, y digresiones de cualquier clase, tal como lo estableció Cervantes al fundar la novela moderna, y también la postmoderna. Es la ambición desmedida de la totalidad, emparentada con la exageración.
Las novelas seguirán saliendo de la entraña de los hechos anómalos de la historia, e igual que antes las tiranías militares y los tiranos de opereta, el siglo veintiuno nos entrega un repertorio de verdades que parecen imaginadas: las pandillas de las Maras en Centroamérica, que decapitan a quienes se resisten a pagarles protección, e incendian autobuses urbanos con todos los pasajeros adentro; los cementerios clandestinos que se siguen llenando de cadáveres anónimos en México, Guatemala, Honduras; los reyes de baraja del narcotráfico, y los caudillos de hoy día, que se sientan en retretes de oro y coronan reinas de belleza mientras disputan el dominio político de territorios enteros en México; los emigrantes centroamericanos perseguidos y chantajeados por las bandas de los Zetas a lo largo de toda la ruta a través de México, y que terminan dejando sus huesos en el desierto de Arizona; la corrupción, como esa piel purulenta que viste al poder político en América Latina, cualquiera que sea su signo ideológico.
La novela no funciona como texto sociológico, ni como alegato político. La novela es un texto sobre la vida, la pasión, el amor, el horror, la locura y la muerte. Pero arrastra consigo la visión de la sociedad mejor que cualquier tratado científico en la medida en que retrata las vidas de los seres humanos que como individuos sufren las consecuencias de esa anormalidad de la historia que les es impuesta y a la que no pueden escapar, y les impone cambios abruptos y sorpresivos, exilio, separación, soledad y abandono.
La novela se abre paso en la textura del pasado reciente, el que apenas deja de ser presente, y en el presente mismo con toda su volatilidad, entre asuntos que siendo contemporáneos quedan a la vista en el registro cotidiano de las noticias; pero también acude a los asuntos escondidos en archivos olvidados, siempre en busca de sus cualidades singulares, de su anormalidad y su extrañeza, de sus relieves exagerados, de su capacidad de causar asombro, desazón, sentimiento de injusticias no reparadas, e indignidades ocultas; y también entra en las galerías interminables de personajes oscuros que el ojo del novelista es capaz de iluminar en la historia, héroes falsos a los que poner en evidencia, o héroes verdaderos relegados a los rincones más desolados de la memoria.
Y esa vieja pretensión de la novela, no sólo de parecerse a la realidad, sino de ser aún más deslumbrante que la realidad.
Masatepe, septiembre 2015
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