Las noticias que se transmiten cada día en los medios de comunicación y en las redes sociales acerca de la catástrofe ecológica que vive Nicaragua dan la idea de que estamos hablando de un país del pasado. De una naturaleza exuberante que fue, y de la que sólo van quedando vestigios desolados: cauces secos de ríos de los que se alzan nubes de polvo, y son más de treinta los que se han secado; el emblemático río San Juan, un río de nuestra historia, que ahora se puede atravesar a pie en ciertos trechos; el Gran Lago de Nicaragua que se angosta, humedales que ahora son inhóspitos suelos cuarteados.
La desidia dice, con su irresponsable voz de siempre, que la sequía es cíclica, que apenas termine el fenómeno adverso del Niño todo volverá a la normalidad, los ríos serán de nuevo caudalosos, se nutrirá otra vez el manto freático y rebosarán de agua los pozos ahora secos; y, como consuelo final, que esta es una anomalía meteorológica que afecta no sólo a Nicaragua, sino que trastorna al mundo entero.
Pero el ojo tuerto que contempla la calamidad de esta manera, necesitaría del otro para ver cómo avanza la masiva destrucción de los bosques. La reserva de Bosawás, por ejemplo, declarada Reserva Mundial de la Biósfera por la Unesco, está siendo exterminada. Junto con la de río Plátano de Honduras, al otro lado de la frontera, comparte un territorio de bosque tropical húmedo y nuboso, originalmente de 50 mil kilómetros cuadrados, segundo en extensión en el continente americano después de la selva amazónica.
Bosawás, según el ambientalista Camilo de Castro, desde el año 1987 ha perdido 580.000 hectáreas, de las que 280,000 han sido depredadas en los últimos diez años, consecuencias de las constantes invasiones de colonos que destruyen la selva para plantar granos básicos, o convertir el terreno en pastos para ganado. Anualmente se talan 42,000 hectáreas en la reserva, lo cual augura su extinción.
Extraer las maderas preciosas de Bosawás, caoba, cedro, prohibido por la ley, es el brillante negocio de mafias invisibles, así como también lo es vender por adelantado las tierras selváticas a los colonos para que tumben los árboles, extendiéndoles títulos de propiedad falsos. Los suelos, que no son apropiados para sembrar maíz o frijoles, se agotan muy pronto, y entonces sigue la penetración para arrasar más bosque. Lo mismo sucede con la otra gran reserva de 3 mil kilómetros cuadrados, la de río Indio-Maíz, al sur del país, y vecina al río San Juan, ese por el que iban a transitar los barcos de uno a otro océano, y que ahora puede atravesarse a pie.
En un diario de Managua leo una crónica acerca del puerto de montaña de El Hormiguero, surgido de la nada, y descrito como "la puerta de entrada al corazón herido de Bosawás". Allí los colonos llegan en pipantes a través del río Wany, que surca la reserva, a vender sus cosechas a los comerciantes, o a cambiarlas en trueque por agroquímicos, sal, azúcar, ropa, botas, y demás productos de primera necesidad. Decenas de poblados seguirán surgiendo como este mientras más selva siga siendo destruida; y lo que parecen alegres señales de pujanza económica, sólo lo son de la muerte de la verdadera riqueza.
Las comunidades indígenas, tanto al norte como al sur del Caribe, son habitantes de esas selvas agredidas. En su cultura ancestral ven la naturaleza de otra manera, como una verdadera madre. Los árboles y las fuentes de agua son parte esencial de su propia existencia, y el bosque no puede tener dueños particulares. Este choque cultural entre mestizos del Pacífico y etnias del Caribe, misquitos, mayagnas, creoles, ramas, se convierte en un choque entre lucro y conservación, y ha devenido en agresiones armadas con muertos, desaparecidos y secuestrados, y quema y destrucción de poblados. Hay una llama encendida allí, que puede llegar a desatar una conflagración.
El país está siendo destruido por la irresponsabilidad y el desatino, y por el apetito del enriquecimiento ilícito, y ha dejado de ser el mismo en su riqueza natural y en su equilibrio ecológico. Bastan los mapas satelitales para saberlo; del verde hemos pasado al marrón. Eso no lo ven los tuertos.
Pero también hay tuertos de los dos ojos. El empresario chino Wang Ying sigue empecinado en la construcción del canal interoceánico, y su demiurgo Bill Wild, que dirige por telepatía todas las operaciones desde Hong Kong, dice desde allá con cara impasible: "Estamos revisando aún más el balance de agua de nuestro canal...estamos más convencidos de que el canal sí va a tener suficiente agua para su operación". Y agrega, con cómica sabiduría: "En este proceso se están generando aún más diseños y optimizaciones nuevas, que nos ayudan a reducir aún más la necesidad de agua".
El canal pretende atravesar el Gran Lago de Nicaragua, de por sí tan somero que su profundidad promedio es de 12 metros, y ahora el agua se ha retirado de sus costas a tal punto que las embarcaciones tienen dificultades para atracar. Nadie quita que pronto haya trechos que, igual que en el río San Juan, se podrán atravesar a pie. Quizás entonces lo que convenga a Wang Ying sea construir una carretera interoceánica, y no un canal.
Si algo se ha ganado frente a esta debacle, es que la conciencia ecológica ha avanzado, sobre todo entre los jóvenes, convencidos de que hay que hacer algo por detener la catástrofe. Y un campesino explicaba con perfección didáctica en la televisión hace unos días, delante de su maizal desolado, lo que la mortandad de árboles tenía que ver con la falta de lluvia. "Eso me lleva a pensar", me decía un amigo, "que dentro de treinta años también otro campesino como este hablará con la misma convicción de lo que la desigualdad económica y la falta de oportunidades tienen que ver con su pobreza".
Masatepe, abril 2016
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