Rubén Darío fue un músico que como él mismo dice vivía “loco de armonía”. No lo ocultaba. En su novela inconclusa El oro de Mallorca, el protagonista es un famoso compositor latinoamericano, Benjamín Itaspes, pero de inmediato reconocemos que se trata de él mismo, disfrazado así para hacer una confesión autobiográfica, amarga y triste. O más bien que un disfraz, es su verdadera alma la que muestra en esos capítulos. El alma del músico que siempre cargó con su piano Pleyel, y que terminó perdiendo en una casa de empeño, agobiado por las deudas.
Su preferido entre los personajes de la mitología griega es Orfeo, músico, y entre los dioses del panteón latino, Pan, músico también. Y su poesía que más nos gusta, la que entra por el oído, es pura música, sino oigamos los compases que tiene la Marcha Triunfal, clarines, trompas de guerra, y donde los timbales marcan el ritmo en el desfile de los vencedores.
Y aquel poema A Margarita: ¿Recuerdas que querías ser una Margarita/
Gautier? Fijo en mi mente tu extraño rostro está,/ cuando cenamos juntos, en la primera cita,/ en una noche alegre que nunca volverá…tiene la medida y la cadencia de un tango. Sin olvidar que Borges escribió letras de milongas, a las que Piazzola puso música.
Pero contra lo que alguien pudiera pensar, en la prosa tiene que haber música, y el que escribe en prosa debe tener oído musical, para la melodía y para el ritmo. Esto podría parecer contradictorio en mi caso, pues mi tío Alberto Ramírez, chelista y compositor de boleros, nos declaró sordos a mi hermana Luisa y a mí tras sus esfuerzos frustrados en enseñarnos solfeo. Quizás era el horario de las lecciones. Las dos de la tarde es la peor hora para enseñar a solfear, igual que para aprender mecanografía, en lo que también fracasé, pues nunca aprendí a escribir con todos los dedos, como Dios manda, sino que me quedé usando los dos índices que picotean en el teclado, un anacronismo en esta era de los dedos pulgares.
Desde entonces he inventado la teoría, muy a mi favor, que hay dos oídos, el que reproduce entonando, en lo cual confieso mi sordera, pues si me atrevo a cantar lo hago en un solo tono, y el oído que oye y puede recordar un quinteto de cuerdas o una sinfonía a la primera frase, el mismo oído que distingue los compases de un tango o de un bolero y reconoce cada instrumento en un concierto, y sobre todo, el que me da la medida al escribir.
Vengo de una familia de músicos, abuelo y tíos paternos, todos miembros de una orquesta, y esa es mi vena artística, mi punto de partida. No me son extraños los monótonos ejercicios de clarinete de mi tío Carlos José en las tardes tranquilas de Masatepe, ni la figura de mi abuelo Lisandro inclinado sobre el papel pautado que el mismo rayaba con un curioso instrumento de cinco filos al que llamaba “pata”, componiendo tal como se lo dictaba su cabeza, porque nunca pudo ser dueño de un piano.
Músicos pobres, pero que hallaban siempre felicidad en los “toques” esos viajes a caballo por los pueblos vecinos tocando en las misas de gloria, los rosarios rumbosos y las procesiones, lo mismo que en las barreras de toros y en bailes de gala; o ponían serenatas persiguiendo amoríos.
La literatura se emparenta, pues, con la música, o mejor dicho, ambas comparten la misma sustancia. Y un buen ejemplo es el nicaragüense Carlos Mejía Godoy, quien recibe este mes en Las Vegas el premio Grammy Latino que le ha sido otorgado en reconocimiento a su carrera de compositor, palabra que hay que descomponer de manera debida, en su sentido completo: compositor es el que crea música y letra. Es decir, un artista que saber oír, y sabe escribir. Y al escribir, lo hace en pocas líneas, para lo cua se precisa de maestría.
La polvareda que despertó la concesión del premio Nobel de Literatura a Bob Dylan aún no se asienta, y yo siento que Leonard Cohen se haya muerto sin recibirlo. Si se trata de premios literarios, además de musicales, como el Grammy, Carlos Mejía Godoy merecería más de uno, igual que Joan Manuel Serrat, Joaquín Sabina, Silvio Rodríguez o Pablo Milanés. Todos ellos son poetas de la altura de Jacques Prévert que escribió la letra de Hojas muertas, o el poema que fue a dar a la canción. Un poema que cubre toda la melodía, igual que Volvió una noche de Alfredo Lepera, en la voz de Carlos Gardel.
Conocí a Carlos en León, en 1960. Yo estudiaba derecho, y él llegó a estudiar medicina. Recuerdo un viaje que hicimos una noche a la playa de Poneloya a bordo de un jeep sin techo, de aquellos de la segunda guerra mundial, los dos atrás, hablando de música. Para entonces él empezaba a componer y yo a escribir, dos caras de la misma moneda, y él asegura que critiqué mal una de sus canciones primerizas. Cada vez que me lo recuerda, entre risas, yo prefiero responderle que ese episodio nunca existió.
La imagen de Carlos es inseparable de su acordeón, pero entonces tocaba también el serrucho, al que sacaba arpegios de película de vampiros. Su obra empezaba apenas a crecer, y hoy sus centenares de canciones tocan sentimientos de nostalgia y rebeldía que componen lo que podría llamarse el alma nacional de Nicaragua. Él le puso música y letra a la revolución, sin cuya música aquella gesta de todos no se explica, como tampoco se explica sin la poesía de Ernesto Cardenal.
Bastaría la Misa Campesina para que su obra quedara en la memoria. La grabación de 1979 en la que entra la Orquesta Sinfónica de Londres, con las voces de Miguel Bosé, Ana Belén, Sergio y Estibaliz, hay que oírla siempre.
Carlos es un poeta con los dedos en las teclas del acordeón.
Austin, noviembre 2016
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