Tras la caída de la dictadura de Anastasio Somoza, el último de su familia en tiranizar Nicaragua, José Coronel Urtecho escribió el poema “No volverá el pasado”, que interpretaba los sentimientos del país frente a las nuevas esperanzas que se abrían:
“Ya todo es de otro modo/Todo de otra manera/Ni siquiera lo que era es ya como era/Ya nada de lo que es será lo que era/Ya es otra cosa todo/ Es otra era/Es el comienzo de una nueva era/Es el principio de una nueva historia/La vieja historia se acabó, ya no puede volver/Esta, ya es otra historia…”
Como hasta ahora la historia de Nicaragua ha probado ser cíclica, este poema, escrito frente a lo que fue entonces un despertar, vale plenamente frente a este otro que estamos viviendo. No sabemos aún cuál será la salida de esta siega sangrienta, cuándo la lista de muertos de todos los días tendrá un punto final, cómo y de qué manera vendrá la democracia, cómo se hará justicia frente a los crímenes. Pero si de algo estamos seguros, es que no regresará el pasado.
Este nuevo ciclo de un nuevo poder familiar se cierra indefectiblemente, y eso no tiene vuelta atrás, porque ya se agotó. “Es el principio de una nueva historia”. Las posibilidades de gobernar se erigen sobre un consenso que puede ser activo, o pasivo, o como lo fue en muchos sentidos hasta el 18 de abril de este año en Nicaragua, un consenso forzado, acalambrado, o temeroso.
Pero una vez que los ciudadanos traspasaron la barrera del miedo, todo empezó a ser de otra manera. El pasado, tal como era, bajo la férula de un gobierno entre esotérico y populista, que pasó diez años ensayando la represión a dosis calculadas, ya no es posible. Desde que en abril murió el primer joven en las calles, el régimen inició su viaje hacia ese pasado de manera irreversible, y con cada asesinato más, más irreversible aún. La cifra de hoy se acerca a 250 víctimas mortales, y seguramente estará rebasada cuando estas líneas se publiquen, por lo que esa irreversibilidad será más absoluta.
Mientras escribo, hoy día del padre, los policías y paramilitares que andan sueltos por las calles, encapuchados por igual, asesinaron de un balazo en la cabeza en el barrio Las América Uno en Managua, al niño de 15 meses Teyler Lorío, mientras sus padres lo llevaban hacia la casa de su abuela, donde solían dejarlo para irse a sus trabajos.
Con cada muerto, ese poder que es ya del pasado alza otra hilera en el muro que lo separa de la gente. Como los dos niños quemados vivos junto con sus padres y familiares dentro de su casa en el barrio Carlos Marx hace tan poco. Es un poder en tiempo pasado que sigue matando desde el pasado.
Es un poder incompatible con el presente, pero más incompatible aún con el futuro. Todos los crímenes, abusos, detenciones ilegales, torturas, fueron detallados en un informe presentado ante el Consejo Permanente de la OEA en Washington por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, cada caso debidamente investigado y comprobado.
La respuesta del poder, a través de la voz del canciller Moncada, fue que todo es una conspiración orquestada para desprestigiar a la democracia plena de que disfrutamos, con su cauda de libertades públicas. Una conspiración contra una democracia encapuchada.
En 1978, cuando el régimen de Somoza entraba también en el pasado, el canciller Quintana dijo en el mismo salón de la OEA, un discurso que se parece mucho al del canciller Moncada: mentiras orquestadas con afán de desprestigiar al gobierno constitucional del general de cinco estrellas, paladín de la democracia. El pasado, ya dije, tiene en Nicaragua esa rara virtud de repetirse.
En la misma sesión de la OEA, el secretario general Luis Almagro planteó un adelanto de las elecciones presidenciales para dentro de nueve meses, y el canciller Moncada no lo desmintió. Es lo mismo que ha puesto en su agenda la Conferencia Episcopal, que actúa como mediadora y testigo del Diálogo Nacional, y ahora los obispos le han demandado a Ortega que lo confirme por escrito. Aparentemente, los representantes diplomáticos de Estados Unidos que lo han visitado en Managua, le han planteado lo mismo.
Pero la pregunta es si el muro formado por cadáveres que separa al poder de los ciudadanos, deja algún resquicio para esperar nueve meses antes de lograr un cambio político a través de elecciones, sobre todo si ese muro sigue creciendo día a día de manera tan brutal.
Es un muro amasado con sangre, pero también con lágrimas, coraje, indignación, rechazo. Y no existe, hasta hora, muestras de voluntad política del poder, de detener la represión y hacer que los escuadrones de la muerte desaparezcan de las calles.
El Diálogo Nacional es la única manera de buscar un cambio de gobierno y evitar que se desate en Nicaragua una nueva guerra civil, que sería la peor maldición que podría caer sobre nuestras cabezas. Hasta ahora, la lucha ha sido cívica, aunque sean los desarmados quienes están poniendo los muertos. Y es incuestionable la representatividad de la Alianza Cívica por la Justicia y la Democracia, empeñada también, igual que los obispos mediadores, en encontrar un salida sin más sangre de por medio.
Pero Karina, la madre del bebé Teyler Lorío dice, desgarrada: “que se vaya ya, ya, ya. En estos nueve meses que quedan va a seguir matando, matando y matando”.
Para que el diálogo pueda seguir adelante, y sus frutos puedan ser la democracia, la paz y la justicia, esta violencia insensata tiene que ser parada en seco. ¿Continuarán los asesinatos diarios en presencia de los organismos internacionales de derechos humanos que están por llegar al país, la CIDH, la misión del Alto Comisionado de la ONU, la Unión Europea?
“La vieja historia se acabó, ya no puede volver. Esta, ya es otra historia…”. Que lo entiendan quienes están sordos en las alturas.
Masatepe, junio 2018
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