La última vez fue estuve en Venezuela fue en 2007, tiempo ya lejano en que el chavismo buscaba consolidarse apretando todas las tuercas posibles de la maquinaria de poder, para convertir, tantos años después, la incierta utopía del socialismo del siglo veintiuno en la alucinante distopia que es ahora. Y me acompañaban entonces dos libros que me ayudaban a entender el paisaje viviente, la novela País Portátil, de Adriano González León, ganadora del premio Seix Barral en 1967; y Chávez sin uniforme, escrito a dos manos por Cristina Marcano y Alberto Barrera Tyszka, entonces recién aparecido.
Uno podía entonces imaginar aún a Venezuela de dos maneras: como en la historia del rey Midas, que todo lo que tocaba lo convertía en oro, aún los alimentos que se llevaba a la boca, de modo que por eso mismo se moría de hambre; o como el glorioso país de Jauja, donde corren por los prados ríos de miel y de vino, llueven del cielo longanizas y jamones, abundan los patos y las ánades que vuelan ya cocinados para posarse en las mesas, y estando todo tan a mano, no se necesita ni arar ni aserrar.
El síndrome del país bendecido por la gracia divina siempre estuvo estado allí, al punto que el escritor Arturo Uslar Pietri llamó una vez a sus conciudadanos a dedicarse “a sembrar el petróleo”, en lugar de gastarlo sin reflexión. Hoy en día, en el mundo distópico que es Venezuela, eso de sembrar el petróleo parece una imagen extravagante, cuando falta hasta la gasolina, si antes un litro de combustible fue más barato que un litro de refresco.
“Detrás de un Mitsubishi hay gente comprometida”, rezaba el lema de un anuncio de página entera, cuándo aún había diarios impresos: un ejército de técnicos sonrientes, vistiendo sus uniformes de faena, custodiaba un deslumbrante modelo Lancer. La palabra compromiso, igual que la palabra revolución, pertenecían al léxico sagrado de Chávez y su entorno de poder, y el mercado, batiéndose ya en retirada, aún podía sacar partido a los eslóganes revolucionarios. Hoy no hay repuestos para ese Lancer, más que en el mercado negro.
Para las compañías que vendían autos, Venezuela era una fiesta. “Venezuela rueda, y rueda en carros y camiones hechos en Venezuela”, dice el anuncio de la Chrysler citado como epígrafe en País portátil. Todavía en 2007 había colas de espera de hasta seis meses para recibir el modelo de coche reservado, Mercedes, Jaguar, Hummers. El mejor mercado del mundo, y también para los electrodomésticos, y el whisky. Y para los cirujanos plásticos. Una muchacha solía recibir como regalo de sus padres, al cumplir los quince años, un lift de los senos, no en balde el país producía reinas de belleza en serie.
Pero Venezuela se había convertido también en los años setenta, gracias a la misma bendición inagotable del petróleo, tan mal repartida, en un foco cultural único: el premio de novela Rómulo Gallegos, que fue el más importante del continente; la Biblioteca Ayacucho, dirigida por Ángel Rama, que se propuso publicar todos los libros capitales de la cultura latinoamericana; y teatros, librerías, galerías de arte, editoriales, revistas, El papel literario, de El Nacional; periódicos innovadores como El diario de Caracas, que dirigió Tomás Eloy Martínez.
El personaje de País Portátil, un combatiente guerrillero, busca en la lucha clandestina lo que aún es posible para la utopía personal en los años sesenta, las claves perdidas del país desigual en que ha nacido. Hoy, las lecturas utópicas de la historia no son posibles, porque la utopía se ha degradado hasta la caricatura, convertida en un adefesio mentiroso, burocrático y letal. Por eso es que las novelas que escriben los jóvenes para contar el siglo veintiuno venezolano, son distópicas.
The Night, por ejemplo, de Rodrigo Blanco Calderón, ganadora de la Bienal de Novela Vargas Llosa: Caracas en la oscuridad de los apagones como un cementerio sin voces, siendo como fue la ciudad más ruidosa del mundo, el alucinante retrato en sombras de un inframundo donde los psicópatas andan sueltos como almas en pena. El poder de mandíbula insaciable que mastica seres humanos en la oscuridad.
Y La hija de la española, la celebrada novela de Karina Sainz Borgo, premiada en España, Francia y Alemania, que recién he leído, y que ha provocado este artículo. Es un libro que se lee con creciente sensación de asfixia, el lector mismo acorralado en la trama donde la protagonista se pierde en un laberinto que parece no tener vía de escape.
Caracas ha dejado de ser la ciudad abierta, de agudos contrastes, donde la gente discutía a grito partido en los bares como si se estuviera matando, para estallar luego en ruidosas carcajadas, la dramática mamadera de gallo todos los días, para convertirse en un escenario de agria confrontación sin escape posible; porque el poder de garras sucias que controla a la gente, invade viviendas, tirotea a los disidentes en las calles, llena las morgues de cadáveres sin nombre.
Entonces, Adriana Falcón, expulsada de su casa, busca refugio metiéndose dentro de la identidad de Aurora Peralta, su vecina, hija de una inmigrante española, en una ciudad que fue antes ciudad de inmigrantes, que llegaron a ser parte esencial de su riqueza de voces y de vidas. El cambio de identidad es la única puerta para escapar del infierno que arde día y noche en las calles, partidas de motorizados, la policía coludida con los acólitos del poder de “los hijos de la revolución”.
Y la Mariscala, y sus secuaces, personajes de los bajos fondos que repiten los eslóganes encendidos que se cantan a ritmo de reguetón, mientras trafican con los alimentos de la cartilla de racionamiento, son la imagen última de la metamorfosis entre la vieja utopía en ruinas y la distopia que arde en las fogatas callejeras con llamas de azufre.
La redención prometida, ha terminado en una fantasmagoría de esperpentos.
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