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Caballos para montar y comer

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La hipofagia es el arte de degustar la carne de caballo, o la necesidad de alimentarse  de ella, como quiera vérsele. En Francia ha sido común esta vianda en las mesas no muy bonancibles, así como en el resto de Europa, y aún en Centroamérica, pues a Costa Rica, al menos, llegó la costumbre gracias a los inmigrantes que instalaron carnicerías donde era obligado colgar encima de la puerta una herradura. Rubén Darío debió saberlo bien pues vivió allá entre 1891 y 1892, recién casado con la escritora salvadoreña Rafaela Contreras, un matrimonio de recursos modestos, expuesto a la obligada dieta de la carne de equinos.

Marvin Harris explica en Bueno para comer, que en el siglo VI después de Cristo, cuando la amenaza musulmana imponía a los fieles defensores de la fe conservar sus propios caballos de batalla, no podían consentir la nefasta costumbre de comérselos, y así el papa Gregorio III escribía a San Bonifacio en la Germania: “Mencionaste, entre otrascosas, que unos cuantos comen caballo salvaje y todavía más caballo doméstico. Bajo ninguna circunstancia has de permitir, santo hermano, que esto se haga. Antes bien imponles un castigo adecuado con todos los medios que, con la ayuda de Cristo, tengas para impedirlo. Pues esa costumbre es impura y detestable”.

Hay quienes afirman que el gusto por esta vianda cobró impulso tras la feroz batalla de Eylau en 1807, cuando las tropas famélicas de Napoleón no tuvieron más remedio que destazar a los caballos muertos, ya fueran de montura o de tiro, desunciendo sus cuerpos sin vida de los carros y las cureñas de los cañones.

Sea o no cierto, la carne de caballo, magra y dulzona, lejos de cualquier repugnancia, es un manjar decente. Se cuece y se corta en rebanadas delgadas como el mejor roaf beef, y adornada con perejil, puede servirse fría o caliente. Hay en España un estofado de caballo a la Pedro Ximenez, que se prepara con el jerez de esa marca, aderezado con papas, castañas, tomates, cebollas, azafrán y otras especias; lo mismo que hay en otras latitudes chuletas de caballo adobadas; o se come en picadillo, o en hamburguesas, como en Japón. Existe también el asado de caballo con setas silvestres.

Pero no nos hagamos ilusiones. No es que haya alborozo en el hogar si el ama de casa anuncia: ¡a la mesa! ¡Hoy tenemos filete de caballo con papas fritas! ¿Por qué no se come la carne de caballo en Estados Unidos?, se pregunta Harris. ¿Es que no les gusta la carne roja? La del caballo es más roja aún que la de res, y “aunque los caballos nunca se han criado por la calidad de su carne, esta es tierna no sólo cuando son aún potrillos, sino también en la madurez”.

Es, además, una carne magra, sin vetas de grasa, y sin tantas calorías y sin tanto colesterol, y por eso debería atraer más los paladares en tiempos cuando tanto preocupan las cuestiones dietéticas. Pero la tradición está de por medio. El caballo, costoso de criar y mantener, ha prestado diversos servicios, como animal de tiro y de carga, de recreo y también deportivo. De modo que no se olvidan así no más sus múltiples servicios para descuartizarlo en un matadero, habiendo otras opciones de cuadrúpedos que no tienen más oficio que engordar para ser comidos; a menos que sobrevenga un sitio militar, como ocurrió en París cuando la guerra franco prusiana de 1870, y entonces los ciudadanos se comieron no sólo los caballos, sino también los animales del zoológico, gacelas, cebras e hipopótamos por igual. 

Otras veces el consumo de la carne de caballo pasa al plano clandestino, y se hacen pasar sus postas y lomos por lo que no son, antigua costumbre delictiva de los carniceros. En estos casos se trata de animales de descarte, viejos y cansados. De modo que hay que cuidarse de que no le den a uno no sólo gato por liebre, sino caballo por res.

Masatepe, enero 2014
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