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Antes de rayar el alba

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La batalla de San Jacinto, ganada el 14 de septiembre de 1856 por los patriotas nicaragüenses, tiene todos los elementos de una hazaña épica, en la que los hechos, que han pasado luego al territorio del mito, dependen de verdades sencillas. No hay nada de retórica, ni de mentira, ni de exageraciones en los relatos que quedaron de aquella hazaña. El tropel de caballos que ayudó a decidir la batalla, por ejemplo, parece la escena de una película, pero de verdad ocurrió, para que se volviera parte de la epopeya.

Y el lenguaje de lo que se escribió sobre esa batalla es llano, sin pretensiones, lleno de esa belleza desnuda que tiene la verdad en las palabras, empezando por el parte de guerra del general José Dolores Estrada, en el que renuncia a hablar de sí mismo, y que empieza: “Antes de rayar el alba, se me presentó el enemigo, no ya como el 5 memorable, sino en número de más de doscientos hombres y con las prevenciones para darme esforzado y decisivo ataque…”. Una prosa sin mácula.

Un personaje de novela, Estrada: un mulato de familia muy pobre de Nandaime, que empieza en las guerras civiles como soldado raso, lo encumbran sus hazañas de guerra hasta el generalato, y luego en 1863 es despojado de su grado, rebajado a la condición de raso, y forzado al exilio en Costa Rica por oponerse a la reelección de Tomás Martínez, bajo cuya jefatura había peleado. “Yo estoy aquí haciendo un limpiecito para ver si puedo sembrar unas matas de tabaco”, dice en una carta a un amigo desde La Cruz, Guanacaste. Murió tan pobre como había nacido.

Los soldados eran campesinos, artesanos de oficios varios, originarios de Granada, de Masaya, de Ochomogo, de Diriomo, de Managua; y con ellos los 60 flecheros indígenas de Yucul, en Matagalpa. Al cabo Jerónimo Rocha, muerto en combate, le decían “Cabeza de palo”. A otro se le menciona sólo por su nombre de pila, Juan, y era albañil. Desiderio era sastre, tampoco figura su apellido. Hay uno que se llama Juan Espada.

“Se hizo igualmente muy recomendable el muy valiente sargento primero Andrés Castro, quien por faltarle fuego a su carabina, botó a pedradas a un americano, que de atrevido se saltó la trinchera para recibir su muerte”, dice el general Estrada al final de su parte de guerra.

De Andrés Castro, se sabe bien poco. Se dice que era peón agrícola y que tenía 24 años en 1856. Sus padres eran de Tipitapa, Regino Castro y Javiera Estrada. Se casó con Gertrudis Pérez en ese mismo 1856, tuvo dos hijos, y era renco, no se sabe si por alguna herida de guerra. Había entrado en las montoneras como soldado en el bando legitimista, y sabía “tocar la guitarra y entonaba canciones de aires alegres”.

Lo mataron en una reyerta de cantina en Tipitapa en 1876 por asuntos pasionales; se dice también que murió atacado por la espalda cuando iba solo por un camino de las sierras de Managua. Y la gloria es así. Batallas heroicas, luego el olvido, y tras el olvido una cuchillada.

Era trigueño, bajo y delgado, según algún testimonio. El general Carlos Alegría, rememorando la batalla en 1886, treinta años después, lo describe como “osado y fuerte”, capaz de haber arrojado a la cabeza de un filibustero “una piedra más grande y pesada que una bola de billar”, cuando en la trinchera “se peleaba cuerpo a cuerpo porque faltaba parque”, y los defensores arrojaban piedras.

A aquel sargento del que no quedó ninguna imagen, lo recordamos con el torso desnudo, la piedra en la mano, porque así lo esculpió Edith Gron. Lanzó la piedra “con todas sus ganas, llenó de un coraje extraordinario, al yankee en el lado de la frente por la izquierda, de tal modo que el filibustero quedó un instante a horcajadas, inclinado hacia atrás, tambaleándose sobre la cerca de madera, cayendo inmediatamente después moribundo dentro de la trinchera”, dice el general Alegría. Otro prosista sin mácula.

Masatepe, septiembre 2019


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