Un cura de sotana blanca y baja estatura camina por en medio de una calle desnuda de pavimento que muestra las huellas de la pobreza en las paredes desconchadas de las casas, y las de la guerra, que entonces asola a Nicaragua. Al mirar esa foto, se siente el olor a pólvora. El curita luce un sombrero de fieltro negro, que si no fuera por el desastre que lo rodea, y su propia figura humilde, parecería un capelo cardenalicio. Puede ser que al final de esa calle haya una barricada.
Siempre he imaginado al novelista como un director de cine, sólo que, lejos del ajetreo de los estudios y de los rodajes a cielo abierto, trabaja en soledad, y es él mismo,además, guionista, camarógrafo, escenógrafo, encargado de vestuario y decoración, maquillista, jefe de luminotecnia y de sonido. Carpintero, por supuesto, que clavetea las paredes de los sets; y, por fin, editor, porque hace el montaje y corrige y suprime hasta conseguir la versión final.
A lo largo de estos ocho meses de resistencia ciudadana en Nicaragua, el régimen ha insistido en crear una verdad alternativa paralela a la de los hechos reales: la invención de un golpe de estado organizado por terroristas de profesión que actúan “movidos por el odio”. Miles de terroristas en las calles, empeñados en socavar la democracia familiar. Esa es la historia que repiten los voceros oficiales, los medios fieles al gobierno, y que los fiscales y jueces utilizan para acusar y procesar a los ciudadanos. Cerca de seiscientos golpistas están en las cárceles por no haber aprendido la lección de amor.
El velero de cuatro palos amanece anclado en las quietas aguas de la bahía de San Juan del Sur, y los fuertes vientos de finales de diciembre lo hacen girar desde el costado de estribor hasta dejarlo de proa a la costa. Es el Sea Cloud, un buque para cruceros de lujo que puede alojar a sesenta pasajeros.
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