Jamás antes la doble condición que siempre he defendido en mí mismo, la del escritor y el ciudadano, se hizo tan patente como el mediodía del 23 de abril cuando subí a la cátedra del paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares para pronunciar mi discurso ritual tras recibir de manos del rey de España el Premio Cervantes.
Managua es una ciudad extraña gracias a las imposturas oficiales, que bien podemos llamar mesiánicas, y que buscan alterar de manera artificial el paisaje. Pongamos por caso, en primer lugar, los árboles de la vida, o arbolatas como han sido bautizados por el ingenio popular, estructuras de fierro de gran altura y peso sembradas en calles, rotondas y avenidas por docenas.
Nicaragua es hoy un país distinto en muchos sentidos. Otro país. Quien lo vio antes del 18 de abril, cuando comenzaron las matanzas indiscriminadas de jóvenes, hoy no lo reconocería. Pero tampoco lo reconoce, menos de dos meses después, quien estuvo para esos primeros días infernales, cuando empezó la cuenta de los muertos que sigue en ascenso, hasta rebasar hoy el centenar.
Tras la caída de la dictadura de Anastasio Somoza, el último de su familia en tiranizar Nicaragua, José Coronel Urtecho escribió el poema “No volverá el pasado”, que interpretaba los sentimientos del país frente a las nuevas esperanzas que se abrían:
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