Imaginemos que, en las bases de convocatoria de uno de los premios literarios importantes establecidos en nuestra lengua, digamos el Alfaguara, o el Herralde, se estableciera como requisito de participación, y por tanto de acceso al premio, que la novela concursante debe llenar determinados requisitos en cuanto al tema a tratar, y en cuanto a la procedencia racial de los personajes, o su género, sus preferencias sexuales, o sus capacidades físicas.
De los muchos rasgos diversos del arte de novelar de Mario Vargas Llosa, a quien celebramos al cumplirse el décimo aniversario de su premio Nobel, hay uno que me ha admirado siempre, y es el poder de apropiarse de lo que de primer a intención llamaría escenarios lejanos, o escenarios ajenos.
Cuando hablamos de identidad deberíamos empezar por buscarla en la diversidad. El Caribe, tan diverso y múltiple, es un universo complejo que se forma a través de los siglos en base a una mezcla de etnias de muy distinta procedencia, y de muy distintas culturas y lenguas, y que engloba variados territorios geográficos, continentales e insulares, distantes entre sí, pero que comparten elementos culturales fundamentales.
En un reciente taller de creación literaria, uno de mis alumnos planteaba la pregunta siempre constante de la importancia, o necesidad, de la escritura y de los escritores, en un mundo en crisis no sólo por los efectos de la pandemia, con toda su cauda de incertidumbre, sino por la polarización extrema, que crea desesperanzas, tal como acaba de demostrarse con las elecciones en Estados Unidos.
© 2012 Todos los derechos reservados - SERGIO RAMIREZ