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En el año de 1871, cuando asume la presidencia don Vicente Cuadra, uno de los gobernantes de “los treinta años conservadores”, mi bisabuelo músico Alejandro Ramirez se casó en Masaya con María de Jesús Velásquez, nacida en 1856, una adolescente de quince años, y quince años menor que él -a algún otro director de orquesta se la habrá disputado con valses y serenatas- y de aquel matrimonio, celebrado con pompa sonora en la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, nacieron dos hermanos también músicos, mi abuelo Lisandro, en 1873, y Carlos, en 1882. La familia alquilaba una casa al oeste de la iglesia de San Jerónimo, propiedad de un prestamista que había estudiado para cura pero ahora recibía joyas en empeño.

            Poca fortuna deparaba la música, un oficio que fuera de los halagos de la gloria provinciana no reservaba más que la miseria, como si quienes lo escogían se obligaran al voto de pobreza, precisados a aparejar menesteres de sastres, cocheros, telegrafistas, o a sembrar pequeñas manchas de maíz o tabaco en parcelas de alquiler; y según el criterio de mi tío Alberto Ramírez, los músicos no servía para las mesas de dados, o para los naipes, ni para criar ni jugar gallos, porque tenían la mano demasiado melódica, o con esto quería decir demasiado fina, sólo hábil para repasar el arco sobre las cuerdas del violín, el violoncelo o el contrabajo, que son los instrumentos que él tocaba; o para coger el empatador y escribir las notas en el papel pautado, componiendo de oídas, porque ninguno de ellos dispuso nunca de un piano, ni siquiera de pared.

            Pero no dejaban por eso de soñar con la riqueza. Como la vez que mi bisabuelo creyó haber descubierto una botija debajo del piso de la casa de San Jerónimo, porque sonaba a hueco. Excavó toda la noche, ayudado por mi abuelo, cuidadosos de no alertar a los vecinos, mientras mi bisabuela vigilaba la puerta de la calle; y en lugar de las ansiadas bambas de oro sólo hallaron una urna de barro llena de maíz tostado, de las que los indígenas ponían en la tumba de sus muertos para que pudieran alimentarse en el viaje a Mictlán, el más allá de la mitología nahua. Mi abuelo Lisandro aseguraba que al menos se habían comido aquel maíz, que estaba intacto.

            Un nuevo brote de la peste del cólera morbus, como el que había asolado al país en los años de la guerra contra los filibusteros, se llevó a mi bisabuela en 1886, a los treinta años. El viudo se trasladó entonces con sus dos hijos a Masatepe, al otro lado de la laguna que congregaba en sus riberas a numerosos poblados desde antes de la llegada de los conquistadores, primero chorotegas y luego nahuas, y de los que no pocos sobrevivían con sus nombres prehispánicos: Nandasmo, Niquinohomo, Nindirí, Nimboja, Monimbó, Jalata, Masaya, Masatepe.

            Tocando estaba una noche un baile de cumpleaños en la casa de la dama más opulenta del pueblo, doña Josefa Auristela Valerio, cuando descubrió entre las concurrentes a una muchacha triste y apartada que dejaba ver la prominencia de su vientre bajo las sedas del vestido. Quiso averiguar quién era, y le informaron que, engañada por un seductor, esperaba un hijo; doña Josefa Auristela se la había traído de Jinotepe para darle refugio y librarla de los suplicios de la maledicencia. Se llamaba Lorenzana Pérez Ocampo.

            Rasgó la primera de las hojas pautadas de la partitura del vals de su composición que tenía en el atril, y que la orquesta estrenaba esa noche, y al reverso escribió una esquela pidiendo su mano. Parece inaudito, pero mi tío Alberto, en la rueda de las tardes en la tienda, aseguraba que era cierto, mientras mi abuelo Lisandro, que para aquel entonces tendría catorce años, sin contradecirlo, callaba. Ella, sorprendida, recibió la hoja, la dobló para guardársela en el corpiño y le sonrió, huraña, de lejos. Él tomó entonces la batuta y el vals rompió con brío, aunque por fuerza dirigía de memoria, el arranque de la partitura entre los senos de la desvalida. Ese vals vino a llamarse, por supuesto, Lorenzana.

            Se casaron a los pocos días, y mi bisabuelo se dedicó a cuidar de su esposa, gentil con todos sus antojos de embarazada; la auxilió en el parto y vio su luna de miel postergada hasta que no pasaron los cuarenta días de reclusión y abstinencia que se prescribía a las mujeres después del alumbramiento.         

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