En la historia de Nicaragua los gobernantes libremente electos son la excepción, y los caudillos que pretenden volverse eternos en el poder son la regla. La revolución liberal del general José Santos Zelaya en 1893 dio paso a la Constitución más ambiciosa que el país ha tenido en su historia, tanto así que fue llamada “la libérrima”, pero solo duró en vigencia una semana. Zelaya mandó a suspender su vigencia, porque uno de sus artículos prohibía la reelección. Al cabo de 10 años fue derrocado por una revuelta apoyada por Estados Unidos, y el presidente Porfirio Diaz mandó una corbeta de guerra para llevarlo a buen seguro al puerto de Salina Cruz en México .
Anastasio Somoza, que se inventó un grado de general sin haber peleado una sola batalla, dio en 1936 un golpe de estado contra su propio tío, el presidente Juan Bautista Sacasa, y modeló su propia Constitución para quedarse en el poder por dos décadas; hasta que, en 1956, cuando celebraba su proclamación como candidato, dispuesto a reelegirse una vez más, se le atravesó en el camino un poeta, Rigoberto López Pérez, y lo mató a tiros. Su hijo Anastasio fue derrocado en 1979, y también murió víctima de un atentado en su exilio en Paraguay.
Paradójicamente, el poder ganado entonces por las armas por el FSLN fue entregado en 1990 por el Frente Sandinista mediante los votos a Violeta de Chamorro, que derrotó en elecciones libres a Daniel Ortega. Pero de aquella decisión que habría podido dar paso a la alternancia democrática, no tardó él en abjurar.
Perdió dos elecciones más, pero gracias a un pacto con Arnoldo Alemán, convicto por lavado de dinero, volvió a ganar en 2006. Y esta vez hizo el juramento de no volver a cometer el error de aceptar otra derrota electoral. Y allí estamos.
Cuento esta historia de caudillos enemistados a muerte con la democracia, porque ayuda a explicar la ola represiva que sufre Nicaragua, con prácticamente todos los posibles aspirantes a ganarle una elección a Ortega, y otros destacados dirigentes políticos, periodistas y empresarios, presos en celdas de aislamiento. Las elecciones de noviembre sólo serán una gran payasada trágica porque si hay algún contendiente, será un “candidato de zacate”.
El modelo dictatorial es el mismo del pasado que no deja de repetirse. El caudillo que se considera eterno persigue y encarcela oponentes, así sean sus propio viejos compañeros de armas. Dora María Téllez, la heroína de la toma del Palacio Nacional en 1978, el comandante Hugo Torres, quien sacó a Ortega de la cárcel.
En 2018 la gente salió a demandar, sin armas, el fin de este ciclo trágico, y el resultado fue una terrible mortandad. Hoy, está prohibido salir a la calle y agitar una bandera de Nicaragua. En una campaña electoral como en cualquier otra parte del mundo, la gente volvería a marchar con sus banderas, y eso se vuelve intolerable para el régimen.
En una campaña electoral normal, ningún medio de comunicación debería estar silenciado, como ahora en Nicaragua, donde la mitad de los periodistas independientes han sido forzados al exilio, y otros están presos, mientras no pocos ejercen desde las redes sociales es un periodismo de las catacumbas.
Hay en América Latina una izquierda anquilosada en la guerra fría, que cree que Ortega representa valores revolucionarios. Ya no hay más causa idealista en Nicaragua. Las leyes represivas que sirven al estado para perseguir y encarcelar como traidores a la patria a todos los que se oponen a la reelección de Ortega, bien pudieron haber sido promulgadas por el Generalísimo Franco. De aquella revolución, sólo queda el olor de un cadáver descompuesto.
La escogencia en Nicaragua no es entre izquierda y derecha, sino entre dictadura y democracia.
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