La imagen del león Cecil me persigue en todas las pantallas de televisión de las salas de los aeropuertos, y no hay pasajero que no le dedique una mirada de conmiseración, mientras el locutor de la CNN hace el relato de la tragedia, que induce también a movimientos desaprobatorios de la cabeza, llenos de pesar.
El avión hace un giro abrupto para descender hacia la pista, y el ala parece rozar uno de los cerros desnudos que aprisionan la ciudad. Después el giro termina en picada, como lo haría un piloto de combate, y ya en tierra frena el aparato a fondo, porque la pista es demasiado corta.
Todo parece una burda trama de mafiosos de barrio que por torpeza se cuidan poco las espaldas, como que tienen un teléfono al que pueden llamar los interesados en negociar el contrabando de mercancías en las aduanas. Pero no se trata de una banda formada por codiciosos burócratas de segunda, que se meten al bolsillo unos cuantos miles a costas de lo que debería percibir el erario nacional.
La novela en América Latina ha dado cabida siempre a lo inverosímil, porque lo inverosímil está en la realidad y en los hechos de la historia que por eso mismo nos llenan de perplejidad. Siempre nos hemos movido entre la sorpresa y el asombro, la exageración de lo real y la incredulidad ante lo verdadero...
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