La carretera que lleva desde Santa Cruz de la Sierra hasta la frontera con Brasil se extiende por la planicie en una recta infinita, como tirada a cordel, y el paisaje salteado de campos de soya me recuerda al de Nicaragua. Los cerros son raros, apenas uno o dos en la distancia cuando bajo un cielo nublado nos acercamos a nuestro destino que es San José de Chiquitos.
La lista parecer ser la de un grupo de ciudadanos llamados a recibir diplomas de honor por servicios distinguidos a su comunidad: está la directora de una biblioteca de barrio que espera por su jubilación tras muchos años de servicio...
Esta imagen del inmigrante latino como amenaza tampoco ha cambiado en la mente de Donald Trump, el multimillonario de peluquín color zanahoria que quiere ser como los
clásicos íconos de la mitología del capitalismo, Cornelius Vanderbilt, Randolph Hearst, o Howard Hughes, pero no parece acercarse a la medida.
Este nuevo aniversario de la revolución que triunfó en Nicaragua en 1979 me sorprende lejos, en el espacio y en el tiempo. Parece que fue ayer, tiende uno a decir cuando los acontecimientos que evoca son de verdad remotos, pero los relieves se los dan la memoria y el sentimiento, y por eso parecen tan cercanos aunque el tiempo siga poniéndoles encima esa pátina inevitable.
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